El jardín de las
voluntades entre volcanes de emociones…
Pequeño tratado de botánica hispánica con 14 paisajes |
Sin duda Foucault era francés. Un español jamás hubiese hablado de “juego estratégico” en la España del siglo XX. Tampoco en la España actual, ya que desde la dictadura ninguna tertulia de bar, o televisiva, ni debate parlamentario, configura en esencia ningún hecho lingüístico; mucho menos un “juego estratégico”. En los últimos 80 años más que intercambios de ideas el Español medio lo que practica habitualmente es la confrontación de voluntades. Sea soberanista o independentista, monárquico o republicano, de derechas o de izquierdas, catedrático o párvulo, juez o abogado, el Español de hoy se desenvuelve en todos los ámbitos de su vida, en un inmenso jardín de voluntades que florece permanentemente entre volcanes de emociones; desde Algeciras a Portbou.
El criadero de bonsais hispánicos
Voluntades y emociones conforman en España una realidad
envolvente, sin excepción territorial o institucional alguna. Ni tan siquiera la
institución actual de la justicia española –heredera de la tradición decimononica del Derecho Romano–, se configura
como territorio de excepción de las voluntades. Muy al contrario la justicia
española se constituye como el más sutil criadero de bonsais hispánicos de la
sociedad nacional. Aparentemente el ritual jurisdiccional se estructura en
torno al discurso retórico donde dos partes enfrentadas, denominadas
litigantes, tratan de persuadir a una tercera, denominada tribunal
jurisdiccional, donde unos magistrados de negro, denominados jueces, ejercen su
poder de coacción con consecuencia de sometimiento de las partes al orden
social vigente.
Los juristas califican este juego dialéctico bajo el
eufemismo del «principio de contradicción».
Un ritual del derecho procesal, más comúnmente conocido también como «debate
de la litis», y cuya esencia recuerda mucho a los concursos literarios
donde unos letrados, profesionales de la retórica jurídica, concursan ante el
tribunal –soberano del poder de coacción–, contando las historias de sus
clientes como mejor corresponda en “derecho.”
¿Conforman estos discursos jurídicos lo que Foucault
denominó como “juegos estratégicos!? Una respuesta afirmativa sería muy
discutible ya que tras una primera apariencia de argumentación racional y
objetiva estos discursos tienen frecuentemente más carácter trilero que de
confrontación dialéctica toda vez que su principal objetivo consiste en
enfatizar lo favorable desfigurando lo adverso a los intereses del cliente,
siendo que toda verdad deviene en pura coincidencia. Incluso la verdad compite
aquí con la mentira en igualdad de condiciones. En el teatro de la justicia la
verdad es la sentencia.
Coacción política
versus coacción moral; el caso catalán.
Sin embargo toda verdad es puro accidente en la liturgia de
la justicia. Estado y Derecho reposan desde antiguo sobre la organización de la
coacción, de tal forma que la coacción política tiene como su principal objeto
la realización del derecho, mientras que la coacción social tiene por objeto la
moralidad (2). Un
ejemplo palpable de esta arquitectura puede observarse en el actual conflicto
del independentismo catalán. Conflicto que aflora un enfrentamiento ortodoxo entre
la coacción política del supuesto Estado de Derecho Español, y la coacción
social de la supuesta moralidad independentista de la ciudadanía de Cataluña. Consecuentemente
la moralidad se entiende aquí como el conjunto de costumbres que acreditan la
singularidad histórica de la identidad catalana.
El diálogo enfrentado entre estos dos tipos de coacción es
puro arte de trileros. El debate carece de base racional ya que la coacción
política del Estado se fundamenta en el poder del status quo constitucional y la coacción social de los
independentistas se fundamenta en la opresión consuetudinaria de la costumbre
identitaria. Son dos lógicas inconmensurables; de base irracional, una, y constitución
emocional la otra. Si bien ambas dos hunden sus raíces en un mismo
acontecimiento histórico; la guerra civil española con su desenlace en el largo
periodo de la dictadura franquista. Sin racionalidad no hay diálogo ni realidad
objetiva; sólo conflicto de voluntades y sumisión.
La vieja dinámica soberanista mantiene hoy en el mundo 8 Estados no reconocidos; Abjasia, la República Turca del Norte de Chipre, el Alto Karabaj, Kosovo, Osetia, Sahara Occidental, Somalilandia y Transnistria. El pasado 25 de septiembre se celebró un referendum de independencia en el Kurdistan iraquí que amenaza con consecuencias bélicas anunciadas por Turquía. En Europa tenemos dos territorios que esperan alcanzar la independencia; Cataluña y Escocia. Y sólo Escocia acometió un debate sosegado y racional que minimizó el enfrentamiento de voluntades entre el independentismo escocés y el soberanismo inglés.
La vieja dinámica soberanista mantiene hoy en el mundo 8 Estados no reconocidos; Abjasia, la República Turca del Norte de Chipre, el Alto Karabaj, Kosovo, Osetia, Sahara Occidental, Somalilandia y Transnistria. El pasado 25 de septiembre se celebró un referendum de independencia en el Kurdistan iraquí que amenaza con consecuencias bélicas anunciadas por Turquía. En Europa tenemos dos territorios que esperan alcanzar la independencia; Cataluña y Escocia. Y sólo Escocia acometió un debate sosegado y racional que minimizó el enfrentamiento de voluntades entre el independentismo escocés y el soberanismo inglés.
La monarquía sin
nobleza
España no es un Estado de Derecho simplemente porque en
1978, tras la muerte biológica del dictador, se llegó a un acuerdo en torno a un consenso constitucional que establecía el respeto al
status quo consolidado a lo largo de
40 años de dictadura. La transición aseguraba en el 78 la paz de los vencedores
del 36 instaurando una democracia monárquica que tampoco conciliaba con los
principios de la democracia republicana. Resulta ilógico pensar que el dictador
y sus acólitos establecieran una sucesión de régimen en términos de derechos
republicanos por lo que apostaron por la fórmula de una monarquía sin nobleza;
aislada, sostenida y dependiente, de las voluntades de persistencia y
continuidad de las élites emergentes del régimen dictatorial.
Consecuentemente el nuevo orden social del 78 respondía,
más bien, a un consenso de no enfrentamiento donde la paz respetaba los viejos
derechos adquiridos del vencedor a favor de una cierta moderación conservadora
de la voluntad de libertad y justicia de los sometidos. El consenso de paz se
lograba en torno a la salvaguarda del modus
vivendi alcanzado en la sociedad española mediante el sometimiento
(acomodación) de ambas partes desiguales al texto constitucional de 1978.
La Pax Española
Es aquí donde conviene recordar a Ronald Sokol, un veterano
jurista y escritor franco-norteamericano, que afirma que el objetivo del
derecho, a diferencia del de la ciencia, no es determinar la verdad; “su
objetivo principal –afirma el prestigioso jurista–, es minimizar el
conflicto” (3). Y efectivamente la constitución de 78 minimizó el
conflicto de la herida española, e hizo posible la transición pacífica sin
alteración alguna de las desigualdades impuestas por el antiguo régimen del
dictador.
Javier Tusell personaliza, sin embargo, esta «Pax Española»
en la Monarquía heredera del régimen que evitó la quiebra de legitimidad de las
élites emergentes en el franquismo. «En
el caso de la transición
española –dice Tusell–, la
Monarquía sirvió de
instrumento mantenedor de esa
legitimidad en cuanto
que, si por
un lado era la
heredera del régimen,
por otro estaba
construyendo una nueva legitimidad democrática.
La Monarquía contribuyó,
por lo tanto,
a mantener la
sensación de que
un cambio pausado
y desde la moderación era posible. Evitó, en
definitiva, la ruptura de la legalidad y produjo una transformación profunda
pero a partir de los presupuestos
mismos del régimen
precedente» (4).
Desde la Legión Española
a Atresmedia
La legitimidad de la que habla Tussel no es algo abstracto
ya que lo que se heredaba del régimen eran los privilegios ya consolidados que
pasaron sin discusión a engrosar el nuevo status
quo de la democracia del 78 (5). Así toda la clase de privilegiados protagonistas de la
dictadura pasaron, de la noche a la mañana, a convertirse en respetables
hombres de negocios de gran mérito. Un ejemplo brillante de esta transición de
legitimidades puede ser, sin duda, José Manuel Lara, que no sólo fue capitán de
la legión, y participó activamente en la represión militar de Barcelona, sino
que en 1949 fundó la Editorial Planeta; hoy Grupo Planeta que integra a la
corporación Atresmedia (Antena 3, La Sexta, Onda Cero, Europa FM y Melodía FM),
y además es el mayor accionista del diario ultraderechista La Razón. Su caso no
es único ya que hay una infinidad de otros ejemplos que quizás justifiquen la
profunda alergia de la derecha española a la Ley de la memoria histórica.
El sesgo
autoritario y la falsa separación de poderes
No
obstante existen toneladas de escritos analizando la transición española bajo
la óptica de la forma de gobierno. Sin embargo apenas se encuentra trabajo
alguno sobre la transición desde una óptica jurídica, ni judicial. En este
ámbito, la constitución del 78 jamás combatió el profundo sesgo autoritario del
antíguo régimen dictatorial, ni fundamentó ningún Estado Democrático de Derecho
ya que nunca se reformó el régimen del derecho aplicable en la nueva sociedad
española, simplemente se adaptaron los ordenamientos correspondientes al derecho
político e institucional conforme a las novedades que incorporaba la nueva
monarquía parlamentaria. Consecuentemente nunca se reformó en profundidad la
institución de la Justicia que permaneció interconectada con el poder ejecutivo,
y el económico, por múltiples canales “subterráneos”. Tampoco se conformó –ni siquiera
bajo los largos gobiernos del PSOE–, un “poder judicial” imparcial, racional y
bien formado y dotado de instrumentos materiales y jurídicos que pudiesen
garantizar su independencia y neutralidad.
La sacralización de los jueces y el Imperio
del Poder Judicial
Un simple análisis de la jurisprudencia civil de los
últimos decenios del franquismo y los cuatro decenios de la democracia muestran
que el denominado Imperio de la Ley apenas sufre cambio relevante en los
principios del raciocinio judicial donde autoritarismo e ignorancia técnica se
viste ahora con toga soberana que se sostiene con instrumentos tan arcaicos
como, por ejemplo, la regla de la “sana
crítica” (art. 376 LEC) en la “valoración
de la prueba”, entre otros.
La falta de especialización técnica de los jueces es un
asunto macabro en un mundo donde la sapiencia enciclopédica dejó de existir con
la eclosión de las ciencias especializadas. Sin embargo, a la sombra de la
lucha antiterrorista contra ETA los magistrados españoles sufren la paradoja de
un proceso de aislamiento y sacralización con privilegios indiscutibles fuera
de todo control y escrutinio. Paradójicamente las crecientes irracionalidades
del sistema fueron elevando, al mismo tiempo, la conflictividad de la sociedad
española y la saturación de los juzgados.
Consecuentemente, desde la Constitución del 78, el Imperio
de la Ley puede entenderse con frecuencia como el Imperio del Poder Judicial,
toda vez que el ordenamiento jurídico normalmente relacionado con el orden social
y económico se desarrolla lentamente con lagunas donde ese Poder Judicial –no
especializado–, recibe elasticidad suficiente para adoptar la resolución «más conveniente» para la protección del
«nuevo» status quo de la democracia.
La corrupción se dispara con la alegría de la burbuja
inmobiliaria, y la justicia se convierte en una industria que mueve cantidades
sustanciales de dinero. El beneficio es tan suculento que hay despachos de
abogados que pagan hoy costosas campañas de anuncios televisivos con Iker
Casillas para captar justiciables en masivas causas similares que ya tienen
estandarizadas. Lo que muestra claramente que los servicios jurídicos
conforman hoy en España un sector de transferencia de capital proporcionalmente
más intensivo incluso que el sector de los servicios financieros.
La brecha del
régimen del 78 y la justicia de robagallinas
Ya en 1883 Rudolf Ihering definía el derecho como la norma
de la fuerza, y la arbitrariedad se produce cuando esa misma fuerza quebranta
su propia norma (6). Curiosamente uno de
los efectos más notorios de la transición del 78 es la arbitraria supremacía
jurídica que normalmente disfrutan «de
hecho» los “poderes fácticos” de la sociedad española frente a la
deficiente eficacia de los derechos ciudadanos teóricamente reconocidos en el
ordenamiento jurídico actual. Los derechos fundamentales son drásticamente fundamentales
para las muy honorables élites españolas y muy discutibles para el resto de los
justiciables. Es la brecha que se extiende entre los casos del tipo de los
titiriteros de Granada y los casos de la muy honorable corrupción tipo Jordi
Pujol.
Se trata de una brecha profunda que afecta a todos los
ámbitos de la vida política, económica y jurídica. Brecha donde reluce
permanentemente la institución de la Banca española alumbrando el yacimiento de
riqueza que constituye la explotación económica de la ciudadanía mediante el
aprovechamiento lucrativo de las lagunas del ordenamiento jurídico con lo que
se conoce vulgarmente como la “letra
chica” de los contratos. Aprovechamiento especulativo de consecuencias eufemísticamente
poco «pequeñas» en el mejor de los
casos.
El legislador y el tanatorio de los derechos fundamentales
Pero ¿qué pasa cuando el juez, técnico del derecho, se
mueve por los territorios oscuros de las lagunas del ordenamiento
jurídico? ¿Qué quiso decir el presidente
del Consejo General del Poder Judicial cuando en 2014 calificó la justicia
española como una «justicia de
robagallinas»?
Es evidente que el nuevo ordenamiento jurídico generado por
la Constitución del 78 apenas ha maquillado las lagunas del ordenamiento de la
dictadura. El nuevo legislador parlamentario de la transición se ha preocupado
poco por la seguridad jurídica real, y efectiva, de la ciudadanía toda vez que no
sólo no reformó la institución judicial española, sino que tan solo se ha
ocupado de incorporar lentamente las nuevas realidades emergentes sin tocar
significativamente los núcleos esenciales de la tradición jurisdiccional del
antiguo régimen. Incluso instituciones tan modernas como «el defensor del pueblo» son creaciones aparentes sin eficiencia
real alguna toda vez que son instituciones testimoniales carentes de poder
alguno para defender al ciudadano atropellado en sus derechos tanto por el
poder ejecutivo–administrativo, como por el Poder Judicial. Más que «defensores del pueblo» son auténticos
tanatorios donde el ciudadano asiste a la última incineración ritual de sus
supuestos «derechos fundamentales».
Valen más por sus papeleras que por sus informes.
De juez verdugo
a querubín de la justicia: el eunuco y el gitano en el gallinero.
El mundo académico del derecho y el judicial de todos los
órdenes jurisdiccionales permanecen todavía bunkerizados en España bajo el mantra
decimonónico de un poder judicial absolutista e inquisitorial carente de
cualquier elemento eficaz de control y fiscalización de la actuación de jueces
y abogados. Así de una dictadura –infierno de injusticias–, los españoles
pasamos en un santiamén al jardín–paraíso de la justicia en la tierra. Y de
unos jueces verdugos del régimen franquista se pasó de inmediato a un régimen
difuso con los mismos jueces autoritarios caracterizados ahora de querubines
angelicales de la justicia; tutores absolutos del artículo 24 de la
Constitución Española y garantistas racionalistas del derecho a la tutela
judicial efectiva de los «justiciables».
Eunucos imparciales de la Ley, sin voluntad propia. ¡Todo un milagro genético
de los padres de la constitución del 78!
Sin embargo el milagro real de esta transición consistió en
el acomodamiento consuetudinario de los justiciables a un autoritarismo judicial
incrustado en vena de la cultura popular. Los Españoles mantuvimos la inercia
del sometimiento a la típica «justicia de
robagallinas» de los juzgados del régimen del dictador. ¡Pleitos tengas y
los ganes! exclamaba con gran sabiduría el gitano que creía tan poco en sus
derechos fundamentales como el juez que lo “ajusticiaba”.
El Estado Monárquico
de Conveniencia
Durante 40 años la lógica jurídica de la dictadura fue
evolucionando su ordenamiento y una vez eliminada la resistencia de los
vencidos, jueces y catedráticos del régimen dieron forma a la lógica de los
vencedores como sujetos prioritarios de derechos y libertades frente a la
población sometida considerada como justiciables de obligaciones extensas y
derechos discutibles.
Con la transición del 78 nace, pues, el Estado Monárquico
de Conveniencia como instrumento jurídico de moderación del nuevo orden social
emergente. El mantra oficial que se repite por doquier es que España se ha
convertido de la noche a la mañana en un perfecto “Estado Democrático de Derecho” donde se abre camino el moderno
concepto del “Estado del Bienestar”. Toda
una utopía de burbujas y playa del pragmatismo felipista con fecha de
caducidad. La moderación de la transición consiste esencialmente en preservar mediante
el poder judicial los derechos y libertades de los poderes fácticos de la
oligarquía rentista, empresarial y bancaria frente a los derechos y libertades
de los justiciables que los invocasen frente a los poderes fácticos
consolidados. El último ejemplo lo conforma el caso de las cláusulas suelo.
Así la «justicia
robagallinas» califica un ordenamiento centrado en los clásicos delitos
primarios de inmediatez contundente; robo, hurto, asesinato, etc. Ordenamiento
donde, sin embargo, los territorios pantanosos crecen en profundidad y
extensión conforme los supuestos delictivos se complican con actuaciones más
complejas y menos inmediatas. Y es en estos territorios donde la figura del
juez no especializado –técnicamente ignorante–, falto de recursos y sujeto a
una productividad agobiante se acomoda y consolida el «Estado de Conveniencia».
El alucinógeno
del Tribunal Supremo y los ingenuos patitos de feria
Aparentemente el recorrido procesal de un litigio se corona
con el Tribunal Supremo donde los justiciables con recursos económicos pueden
acudir en última instancia para los casos de «infracción procesal» y
«casación», dos vías muy limitadas a los tecnicismos procesales y que convergen
en la protección de la norma jurídica (nomofilaxis). Esta es la trampa del justiciable ingenuo toda
vez que el Tribunal Supremo no es el supremo de los tribunales, sino una
instancia técnica reservada a las disquisiciones entre jueces y abogados sobre
la aplicación técnica del ordenamiento.
El Tribunal Supremo conforma todo un potente alucinógeno
jurídico para la ciudadanía, donde todo justiciable representa la pantomima del
atrezzo del litigio originario. Litigio que
sirve, a su vez, de justificación para la presentación del recurso en torno a
un ordenamiento supuestamente mal aplicado. Todo un “teatro” engañabobos para
justiciables ingenuos que acuden al TS con aspiraciones de justicia. Y toda una
costosa terapia para descontentos que da pingues beneficios a los despachos de
abogados de esos clientes perdedores.
¿Cómo puede errar un artillero del siglo XV disparando su
bala de cañón a un castillo situado a 10 metros de distancia?... Es obvio que
muy difícilmente. Pues esto es lo que explica la altísima frecuencia de
inadmisiones y desestimaciones de los recursos que anualmente se presentan ante
el Tribunal Supremo. Es muy difícil comprender que a pesar de esta estadística persistente durante 4
décadas el Consejo General del Poder Judicial no hace nada –¡Nada!–, ni para
mejorar la formación de los abogados, ni para evitar el sangrado económico
de los justiciables. Resulta, pues, clamorosamente paradójico que durante más
de 40 años de Poder Judicial en el régimen democrático, el propio Consejo
General del Poder Judicial desprecie tan manifiestamente a la ciudadanía
española ignorando sistemáticamente el art. 24 de la Constitución Española y
las estadísticas tan distopicas de la justicia española.
El epicentro de
la prevaricación judicial
Sin embargo el epicentro del engaño procesal de la
Constitución del 78 se encuentra escondido en la segunda instancia donde las
Audiencias Provinciales se convierten en el verdadero teatro de operaciones de
la prevaricación judicial. La realidad muestra que las Audiencias Provinciales
son el verdadero Tribunal Supremo del Estado de Conveniencia español toda vez
que prevaricar en la primera instancia es una empresa de corto recorrido,
mientras que la prevaricación judicial en la segunda instancia permanece impune
en la opacidad de los intersticios del propio sistema procesal.
Hasta la sentencia canónica del Tribunal Supremo STS 2/99
de 15 de octubre, la prevaricación judicial era un tema psiquiátrico
inexpugnable basado en la demostración de una intencionalidad perversa del
magistrado acusado de prevaricación. Acusar de prevaricación a un magistrado
era todo un objetivo suicida claramente imposible ya que el propio ordenamiento
blinda de impunidad la actuación prevaricadora. Sin embargo la sentencia del TS
de 1999, magistralmente sintetizada posteriormente en el fundamento jurídico
cuarto del Auto del TS de 5 de marzo de 2014 (causa especial 20747/2013)
previene sobre el concepto de «subterfugio
del prevaricador, técnico del derecho, que busca en la desmesura de su discurso
velar la antijuridicidad de su comportamiento». A partir de ahí se abre un
espacio que rechaza la concepción subjetivista del delito de prevaricación
enfrentando al profesional del derecho contra el escrutinio de sus propias
artes técnicas. Por primera vez la doctrina jurisprudencial deja de lado el
discurso decimonónico de las voluntades.
Los jarrones
chinos del Código Penal; el 446 y el 447.
Esta novedosa doctrina jurisprudencial si bien sienta una
base relevante, la misma es, sin duda, débil e suficiente para generar cambio
alguno en los hábitos de arbitrariedad autoritaria del poder judicial. Ningún
abogado en su sano juicio promovería una querella por prevaricación judicial
contra un tribunal de su circunscripción de actividad habitual. Por muy clara
que fuese la prevaricación, la característica imprecisión de los art. 446 y 447
del Código Penal Español le previene de que en el más benevolente de los casos
cometería un irremediable acto de suicidio profesional.
La realidad diaria de las provincias es que la actividad
jurisdiccional española está concebida a imagen y semejanza de un macabro internado
de escuela jesuita donde los mismos letrados pasan continuos exámenes ante el
mismo tribunal. Visto en perspectiva los tribunales jurisdiccionales
provinciales son como un concurso literario de «cuentos» jurídicos donde cada
letrado presenta recurrentemente un relato retórico diferente al mismo tribunal
que le puntúa durante años y décadas. Acusar, pues, al tribunal de
prevaricación es como firmar la propia sentencia de muerte cívica del atrevido
e ingenuo letrado.
Ni siquiera en el ámbito de la asistencia jurídica gratuita
es posible, al menos en Andalucía, promover un procedimiento de prevaricación
judicial contra un tribunal que ha desvalijado a un justiciable mediante una
resolución supuestamente injusta adoptada a favor de los intereses económicos de
un banco. El abogado del turno de oficio activa de inmediato el art. 32 de la
Ley 1/96 y postula ad hoc –de forma
arbitraria y antijurídica–, que la pretensión es insostenible, y
automáticamente el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) le deniega
el derecho al justiciable desposeído. El procedimiento de reconocimiento del
derecho es administrativo, pero el TSJA ratifica automáticamente la denegación al
pobre del derecho establecido por el art. 119 de la Constitución Española sin siquiera
examinar si la resolución administrativa se ajusta debidamente a derecho, o es clamorosamente
arbitraria. Hecho que puede ser proyectable igualmente al resto de
jurisdicciones de España.
El subterfugio
del prevaricador técnico del derecho
¿En qué consiste, pues, el subterfugio del prevaricador
técnico del derecho?... Es evidente que una prevaricación detectable en un
simple escrutinio nomofilactico de la resolución prevaricadora, sería una
torpeza flagrante del «técnico del derecho» que le acarrearía fulminantes
consecuencias con el recurso al Tribunal Supremo. Sin embargo la Audiencia
Provincial posee una potestad singular señalada en el propio ordenamiento
jurídico. Así la propia Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC), en el punto segundo
del párrafo XIII de su Exposición de Motivos señala que «la apelación se reafirma como plena revisión jurisdiccional de la
resolución apelada».
Revisión que se verifica en dos campos jurídicos; el
nomofilactico y el fáctico. Sólo la revisión nomofiláctica es recurrible ante el
Tribunal Supremo, mientras que aquello que comúnmente se denomina como «revisión
de la valoración de la prueba», no es recurrible ante ninguna instancia
procesal toda vez que el art. 469 LEC excluye del recurso extraordinario de
infracción procesal la revisión de la base factica y valoración de la prueba
efectuada en la segunda instancia.
Tan solo queda el cajón de sastre del art. 24 de la
Constitución Española donde cualquier acusación de irracionalidad, error, o
arbitrariedad formulada contra un tribunal jurisdiccional se estrella contra el
principio de la «literosuficiencia»
combinado con el principio decimonónico de la «sana crítica» y la potestad absolutista de la «ponderación» arbitraria del juez. Toda una autovia de alta
velocidad donde el juez es la Ley en España.
Así pues, la distorsión modulada de las bases fácticas del
litigio mediante un cumplimiento difuso de los deberes jurisdiccionales,
combinado con la obstrucción beligerante del ordenamiento jurídico relevante y
una conveniente dosis de distorsión de las bases fácticas fijadas por la
sentencia apelada, asegura la impunidad de la voluntad judicial. Distorsión técnica
que se realiza en orden tanto a difuminar la antijuridicidad del comportamiento
prevaricador, como en orden a motivar convenientemente la resolución injusta.
El prevaricador judicial no es un ignorante del derecho. Todo lo contrario; es
un versado técnico que domina el derecho hasta
el punto de hacer de la prevaricación judicial una potestad prácticamente
impune de la voluntad de los magistrados de las Audiencias Provinciales.
©170928 PACO MUÑOZ
NOTAS:
(1).- M.
Foucault; La verdad y las formas jurídicas. Gedisa 2009.
(2).- Rudolf
Ihering; El fin del Derecho. 1883.
(3).- Ibíd (2)
(4).-
La transición española a la democracia desde un punto de vista comparativo.
Javier Tusell Gómez. Cuenta y Razón nº 41, 1988, pág. 109 a 120.
(5).- No cabe duda que la dictadura generó una
clase emergente en la sociedad española durante sus 40 años de régimen
autoritario. Manuel Ramírez, catedrático de derecho político de la Universidad
de Zaragoza lo resume así;“... durante los
años sesenta y
comienzos de los
setenta, las pautas capitalistas
de lo que un
día di en
llamar el «franquismo
tecno-pragmático», originan y
sedimentan esa nueva clase
social que tenía
dos objetivos bien
definidos: conservar a
ultranza los niveles
económicos obtenidos y, lógicamente,
alejar cualquier asomo
de una nueva
contienda en la que
«se pudiera perder algo». Reflexiones sobre la transición
española a la democracia. Revista de Derecho Político, nº 31. 1990, páginas 9 a
25. (Texto en pdf accesible en http://revistas.uned.es/index.php/derechopolitico/article/view/8440/8076, pág. 18)
(6).- Richard Dawkins’ Law Delusion; Ronald SOKOL; 30/12/2015;
www.project-syndicate.org
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