La Calle de Córdoba XXI

jueves, 28 de septiembre de 2017

España y el imperio del poder judicial: Estado de conveniencia y prevaricación judicial


El jardín de las voluntades entre volcanes de emociones…
Pequeño tratado de botánica hispánica con 14 paisajes
Decía Foucault que el discurso no es un hecho lingüístico (1), sino un juego estratégico de lucha y confrontación; de acción y reacción, de argumentación y contra-argumentación; de dominación y acomodamiento; de polemización crítica y sumisión acrítica. 

Sin duda Foucault era francés. Un español jamás hubiese hablado de “juego estratégico” en la España del siglo XX. Tampoco en la España actual, ya que desde la dictadura ninguna tertulia de bar, o televisiva, ni debate parlamentario, configura en esencia ningún hecho lingüístico; mucho menos un “juego estratégico”. En los últimos 80 años más que intercambios de ideas el Español medio lo que practica habitualmente es la confrontación de voluntades. Sea soberanista o independentista, monárquico o republicano, de derechas o de izquierdas, catedrático o párvulo, juez o abogado, el Español de hoy se desenvuelve en todos los ámbitos de su vida, en un inmenso jardín de voluntades que florece permanentemente entre volcanes de emociones; desde Algeciras a Portbou.


El criadero de bonsais hispánicos
Voluntades y emociones conforman en España una realidad envolvente, sin excepción territorial o institucional alguna. Ni tan siquiera la institución actual de la justicia española –heredera de la tradición decimononica del Derecho Romano–, se configura como territorio de excepción de las voluntades. Muy al contrario la justicia española se constituye como el más sutil criadero de bonsais hispánicos de la sociedad nacional. Aparentemente el ritual jurisdiccional se estructura en torno al discurso retórico donde dos partes enfrentadas, denominadas litigantes, tratan de persuadir a una tercera, denominada tribunal jurisdiccional, donde unos magistrados de negro, denominados jueces, ejercen su poder de coacción con consecuencia de sometimiento de las partes al orden social vigente.

Los juristas califican este juego dialéctico bajo el eufemismo del «principio de contradicción». Un ritual del derecho procesal, más comúnmente conocido también como «debate de la litis», y cuya esencia recuerda mucho a los concursos literarios donde unos letrados, profesionales de la retórica jurídica, concursan ante el tribunal –soberano del poder de coacción–, contando las historias de sus clientes como mejor corresponda en “derecho.”

¿Conforman estos discursos jurídicos lo que Foucault denominó como “juegos estratégicos!? Una respuesta afirmativa sería muy discutible ya que tras una primera apariencia de argumentación racional y objetiva estos discursos tienen frecuentemente más carácter trilero que de confrontación dialéctica toda vez que su principal objetivo consiste en enfatizar lo favorable desfigurando lo adverso a los intereses del cliente, siendo que toda verdad deviene en pura coincidencia. Incluso la verdad compite aquí con la mentira en igualdad de condiciones. En el teatro de la justicia la verdad es la sentencia.

Coacción política versus coacción moral; el caso catalán.
Sin embargo toda verdad es puro accidente en la liturgia de la justicia. Estado y Derecho reposan desde antiguo sobre la organización de la coacción, de tal forma que la coacción política tiene como su principal objeto la realización del derecho, mientras que la coacción social tiene por objeto la moralidad (2). Un ejemplo palpable de esta arquitectura puede observarse en el actual conflicto del independentismo catalán. Conflicto que aflora un enfrentamiento ortodoxo entre la coacción política del supuesto Estado de Derecho Español, y la coacción social de la supuesta moralidad independentista de la ciudadanía de Cataluña. Consecuentemente la moralidad se entiende aquí como el conjunto de costumbres que acreditan la singularidad histórica de la identidad catalana.

El diálogo enfrentado entre estos dos tipos de coacción es puro arte de trileros. El debate carece de base racional ya que la coacción política del Estado se fundamenta en el poder del status quo constitucional y la coacción social de los independentistas se fundamenta en la opresión consuetudinaria de la costumbre identitaria. Son dos lógicas inconmensurables; de base irracional, una, y constitución emocional la otra. Si bien ambas dos hunden sus raíces en un mismo acontecimiento histórico; la guerra civil española con su desenlace en el largo periodo de la dictadura franquista. Sin racionalidad no hay diálogo ni realidad objetiva; sólo conflicto de voluntades y sumisión.

La vieja dinámica soberanista mantiene hoy en el mundo 8 Estados no reconocidos; Abjasia, la República Turca del Norte de Chipre, el Alto Karabaj, Kosovo, Osetia, Sahara Occidental, Somalilandia y Transnistria. El pasado 25 de septiembre se celebró un referendum de independencia en el Kurdistan iraquí que amenaza con consecuencias bélicas anunciadas por Turquía. En Europa tenemos dos territorios que esperan alcanzar la independencia; Cataluña y Escocia. Y sólo Escocia acometió un debate sosegado y racional que minimizó el enfrentamiento de voluntades entre el independentismo escocés y el soberanismo inglés.

La monarquía sin nobleza
España no es un Estado de Derecho simplemente porque en 1978, tras la muerte biológica del dictador, se llegó a un acuerdo en torno a un consenso constitucional que establecía el respeto al status quo consolidado a lo largo de 40 años de dictadura. La transición aseguraba en el 78 la paz de los vencedores del 36 instaurando una democracia monárquica que tampoco conciliaba con los principios de la democracia republicana. Resulta ilógico pensar que el dictador y sus acólitos establecieran una sucesión de régimen en términos de derechos republicanos por lo que apostaron por la fórmula de una monarquía sin nobleza; aislada, sostenida y dependiente, de las voluntades de persistencia y continuidad de las élites emergentes del régimen dictatorial.

Consecuentemente el nuevo orden social del 78 respondía, más bien, a un consenso de no enfrentamiento donde la paz respetaba los viejos derechos adquiridos del vencedor a favor de una cierta moderación conservadora de la voluntad de libertad y justicia de los sometidos. El consenso de paz se lograba en torno a la salvaguarda del modus vivendi alcanzado en la sociedad española mediante el sometimiento (acomodación) de ambas partes desiguales al texto constitucional de 1978.

La Pax Española
Es aquí donde conviene recordar a Ronald Sokol, un veterano jurista y escritor franco-norteamericano, que afirma que el objetivo del derecho, a diferencia del de la ciencia, no es determinar la verdad; “su objetivo principal –afirma el prestigioso jurista–, es minimizar el conflicto” (3). Y efectivamente la constitución de 78 minimizó el conflicto de la herida española, e hizo posible la transición pacífica sin alteración alguna de las desigualdades impuestas por el antiguo régimen del dictador.

Javier Tusell personaliza, sin embargo, esta «Pax Española» en la Monarquía heredera del régimen que evitó la quiebra de legitimidad de las élites emergentes en el franquismo. «En el caso de  la  transición  española –dice Tusell–,  la  Monarquía  sirvió  de  instrumento mantenedor  de  esa  legitimidad  en  cuanto  que,  si  por  un  lado  era  la heredera  del  régimen,  por  otro  estaba  construyendo  una  nueva legitimidad  democrática.  La  Monarquía  contribuyó,  por  lo  tanto,  a  mantener  la  sensación  de  que  un  cambio  pausado  y  desde  la moderación era posible. Evitó, en definitiva, la ruptura de la legalidad y produjo una transformación profunda pero a partir de los presupuestos  mismos  del  régimen  precedente» (4).

Desde la Legión Española a Atresmedia
La legitimidad de la que habla Tussel no es algo abstracto ya que lo que se heredaba del régimen eran los privilegios ya consolidados que pasaron sin discusión a engrosar el nuevo status quo de la democracia del 78 (5). Así toda la clase de privilegiados protagonistas de la dictadura pasaron, de la noche a la mañana, a convertirse en respetables hombres de negocios de gran mérito. Un ejemplo brillante de esta transición de legitimidades puede ser, sin duda, José Manuel Lara, que no sólo fue capitán de la legión, y participó activamente en la represión militar de Barcelona, sino que en 1949 fundó la Editorial Planeta; hoy Grupo Planeta que integra a la corporación Atresmedia (Antena 3, La Sexta, Onda Cero, Europa FM y Melodía FM), y además es el mayor accionista del diario ultraderechista La Razón. Su caso no es único ya que hay una infinidad de otros ejemplos que quizás justifiquen la profunda alergia de la derecha española a la Ley de la memoria histórica.

El sesgo autoritario y la falsa separación de poderes
No obstante existen toneladas de escritos analizando la transición española bajo la óptica de la forma de gobierno. Sin embargo apenas se encuentra trabajo alguno sobre la transición desde una óptica jurídica, ni judicial. En este ámbito, la constitución del 78 jamás combatió el profundo sesgo autoritario del antíguo régimen dictatorial, ni fundamentó ningún Estado Democrático de Derecho ya que nunca se reformó el régimen del derecho aplicable en la nueva sociedad española, simplemente se adaptaron los ordenamientos correspondientes al derecho político e institucional conforme a las novedades que incorporaba la nueva monarquía parlamentaria. Consecuentemente nunca se reformó en profundidad la institución de la Justicia que permaneció interconectada con el poder ejecutivo, y el económico, por múltiples canales  “subterráneos”. Tampoco se conformó –ni siquiera bajo los largos gobiernos del PSOE–, un “poder judicial” imparcial, racional y bien formado y dotado de instrumentos materiales y jurídicos que pudiesen garantizar su independencia y neutralidad.

La sacralización de los jueces y el Imperio del Poder Judicial
Un simple análisis de la jurisprudencia civil de los últimos decenios del franquismo y los cuatro decenios de la democracia muestran que el denominado Imperio de la Ley apenas sufre cambio relevante en los principios del raciocinio judicial donde autoritarismo e ignorancia técnica se viste ahora con toga soberana que se sostiene con instrumentos tan arcaicos como, por ejemplo, la regla de la “sana crítica” (art. 376 LEC) en la “valoración de la prueba”, entre otros.

La falta de especialización técnica de los jueces es un asunto macabro en un mundo donde la sapiencia enciclopédica dejó de existir con la eclosión de las ciencias especializadas. Sin embargo, a la sombra de la lucha antiterrorista contra ETA los magistrados españoles sufren la paradoja de un proceso de aislamiento y sacralización con privilegios indiscutibles fuera de todo control y escrutinio. Paradójicamente las crecientes irracionalidades del sistema fueron elevando, al mismo tiempo, la conflictividad de la sociedad española y la saturación de los juzgados.

Consecuentemente, desde la Constitución del 78, el Imperio de la Ley puede entenderse con frecuencia como el Imperio del Poder Judicial, toda vez que el ordenamiento jurídico normalmente relacionado con el orden social y económico se desarrolla lentamente con lagunas donde ese Poder Judicial –no especializado–, recibe elasticidad suficiente para adoptar la resolución «más conveniente» para la protección del «nuevo» status quo de la democracia.

La corrupción se dispara con la alegría de la burbuja inmobiliaria, y la justicia se convierte en una industria que mueve cantidades sustanciales de dinero. El beneficio es tan suculento que hay despachos de abogados que pagan hoy costosas campañas de anuncios televisivos con Iker Casillas para captar justiciables en masivas causas similares que ya tienen estandarizadas. Lo que muestra claramente que los servicios jurídicos conforman hoy en España un sector de transferencia de capital proporcionalmente más intensivo incluso que el sector de los servicios financieros.

La brecha del régimen del 78 y la justicia de robagallinas
Ya en 1883 Rudolf Ihering definía el derecho como la norma de la fuerza, y la arbitrariedad se produce cuando esa misma fuerza quebranta su propia norma (6).  Curiosamente uno de los efectos más notorios de la transición del 78 es la arbitraria supremacía jurídica que normalmente disfrutan «de hecho» los “poderes fácticos” de la sociedad española frente a la deficiente eficacia de los derechos ciudadanos teóricamente reconocidos en el ordenamiento jurídico actual. Los derechos fundamentales son drásticamente fundamentales para las muy honorables élites españolas y muy discutibles para el resto de los justiciables. Es la brecha que se extiende entre los casos del tipo de los titiriteros de Granada y los casos de la muy honorable corrupción tipo Jordi Pujol.

Se trata de una brecha profunda que afecta a todos los ámbitos de la vida política, económica y jurídica. Brecha donde reluce permanentemente la institución de la Banca española alumbrando el yacimiento de riqueza que constituye la explotación económica de la ciudadanía mediante el aprovechamiento lucrativo de las lagunas del ordenamiento jurídico con lo que se conoce vulgarmente como la “letra chica” de los contratos. Aprovechamiento especulativo de consecuencias eufemísticamente poco «pequeñas» en el mejor de los casos.

El legislador y el tanatorio de los derechos fundamentales
Pero ¿qué pasa cuando el juez, técnico del derecho, se mueve por los territorios oscuros de las lagunas del ordenamiento jurídico?  ¿Qué quiso decir el presidente del Consejo General del Poder Judicial cuando en 2014 calificó la justicia española como una «justicia de robagallinas»?

Es evidente que el nuevo ordenamiento jurídico generado por la Constitución del 78 apenas ha maquillado las lagunas del ordenamiento de la dictadura. El nuevo legislador parlamentario de la transición se ha preocupado poco por la seguridad jurídica real, y efectiva, de la ciudadanía toda vez que no sólo no reformó la institución judicial española, sino que tan solo se ha ocupado de incorporar lentamente las nuevas realidades emergentes sin tocar significativamente los núcleos esenciales de la tradición jurisdiccional del antiguo régimen. Incluso instituciones tan modernas como «el defensor del pueblo» son creaciones aparentes sin eficiencia real alguna toda vez que son instituciones testimoniales carentes de poder alguno para defender al ciudadano atropellado en sus derechos tanto por el poder ejecutivo–administrativo, como por el Poder Judicial. Más que «defensores del pueblo» son auténticos tanatorios donde el ciudadano asiste a la última incineración ritual de sus supuestos «derechos fundamentales». Valen más por sus papeleras que por sus informes.

De juez verdugo a querubín de la justicia: el eunuco y el gitano en el gallinero.
El mundo académico del derecho y el judicial de todos los órdenes jurisdiccionales permanecen todavía bunkerizados en España bajo el mantra decimonónico de un poder judicial absolutista e inquisitorial carente de cualquier elemento eficaz de control y fiscalización de la actuación de jueces y abogados. Así de una dictadura –infierno de injusticias–, los españoles pasamos en un santiamén al jardín–paraíso de la justicia en la tierra. Y de unos jueces verdugos del régimen franquista se pasó de inmediato a un régimen difuso con los mismos jueces autoritarios caracterizados ahora de querubines angelicales de la justicia; tutores absolutos del artículo 24 de la Constitución Española y garantistas racionalistas del derecho a la tutela judicial efectiva de los «justiciables». Eunucos imparciales de la Ley, sin voluntad propia. ¡Todo un milagro genético de los padres de la constitución del 78!

Sin embargo el milagro real de esta transición consistió en el acomodamiento consuetudinario de los justiciables a un autoritarismo judicial incrustado en vena de la cultura popular. Los Españoles mantuvimos la inercia del sometimiento a la típica «justicia de robagallinas» de los juzgados del régimen del dictador. ¡Pleitos tengas y los ganes! exclamaba con gran sabiduría el gitano que creía tan poco en sus derechos fundamentales como el juez que lo “ajusticiaba”.

El Estado Monárquico de Conveniencia
Durante 40 años la lógica jurídica de la dictadura fue evolucionando su ordenamiento y una vez eliminada la resistencia de los vencidos, jueces y catedráticos del régimen dieron forma a la lógica de los vencedores como sujetos prioritarios de derechos y libertades frente a la población sometida considerada como justiciables de obligaciones extensas y derechos discutibles.

Con la transición del 78 nace, pues, el Estado Monárquico de Conveniencia como instrumento jurídico de moderación del nuevo orden social emergente. El mantra oficial que se repite por doquier es que España se ha convertido de la noche a la mañana en un perfecto “Estado Democrático de Derecho” donde se abre camino el moderno concepto del “Estado del Bienestar”. Toda una utopía de burbujas y playa del pragmatismo felipista con fecha de caducidad. La moderación de la transición consiste esencialmente en preservar mediante el poder judicial los derechos y libertades de los poderes fácticos de la oligarquía rentista, empresarial y bancaria frente a los derechos y libertades de los justiciables que los invocasen frente a los poderes fácticos consolidados. El último ejemplo lo conforma el caso de las cláusulas suelo.

Así la «justicia robagallinas» califica un ordenamiento centrado en los clásicos delitos primarios de inmediatez contundente; robo, hurto, asesinato, etc. Ordenamiento donde, sin embargo, los territorios pantanosos crecen en profundidad y extensión conforme los supuestos delictivos se complican con actuaciones más complejas y menos inmediatas. Y es en estos territorios donde la figura del juez no especializado –técnicamente ignorante–, falto de recursos y sujeto a una productividad agobiante se acomoda y consolida el «Estado de Conveniencia».

El alucinógeno del Tribunal Supremo y los ingenuos patitos de feria
Aparentemente el recorrido procesal de un litigio se corona con el Tribunal Supremo donde los justiciables con recursos económicos pueden acudir en última instancia para los casos de «infracción procesal» y «casación», dos vías muy limitadas a los tecnicismos procesales y que convergen en la protección de la norma jurídica (nomofilaxis).  Esta es la trampa del justiciable ingenuo toda vez que el Tribunal Supremo no es el supremo de los tribunales, sino una instancia técnica reservada a las disquisiciones entre jueces y abogados sobre la aplicación técnica del ordenamiento.

El Tribunal Supremo conforma todo un potente alucinógeno jurídico para la ciudadanía, donde todo justiciable representa la pantomima del atrezzo del litigio originario.  Litigio que sirve, a su vez, de justificación para la presentación del recurso en torno a un ordenamiento supuestamente mal aplicado. Todo un “teatro” engañabobos para justiciables ingenuos que acuden al TS con aspiraciones de justicia. Y toda una costosa terapia para descontentos que da pingues beneficios a los despachos de abogados de esos clientes perdedores.

¿Cómo puede errar un artillero del siglo XV disparando su bala de cañón a un castillo situado a 10 metros de distancia?... Es obvio que muy difícilmente. Pues esto es lo que explica la altísima frecuencia de inadmisiones y desestimaciones de los recursos que anualmente se presentan ante el Tribunal Supremo. Es muy difícil comprender que a pesar de esta estadística persistente durante 4 décadas el Consejo General del Poder Judicial no hace nada –¡Nada!–, ni para mejorar la formación de los abogados, ni para evitar el sangrado económico de los justiciables. Resulta, pues, clamorosamente paradójico que durante más de 40 años de Poder Judicial en el régimen democrático, el propio Consejo General del Poder Judicial desprecie tan manifiestamente a la ciudadanía española ignorando sistemáticamente el art. 24 de la Constitución Española y las estadísticas tan distopicas de la justicia española.

El epicentro de la prevaricación judicial
Sin embargo el epicentro del engaño procesal de la Constitución del 78 se encuentra escondido en la segunda instancia donde las Audiencias Provinciales se convierten en el verdadero teatro de operaciones de la prevaricación judicial. La realidad muestra que las Audiencias Provinciales son el verdadero Tribunal Supremo del Estado de Conveniencia español toda vez que prevaricar en la primera instancia es una empresa de corto recorrido, mientras que la prevaricación judicial en la segunda instancia permanece impune en la opacidad de los intersticios del propio sistema procesal.

Hasta la sentencia canónica del Tribunal Supremo STS 2/99 de 15 de octubre, la prevaricación judicial era un tema psiquiátrico inexpugnable basado en la demostración de una intencionalidad perversa del magistrado acusado de prevaricación. Acusar de prevaricación a un magistrado era todo un objetivo suicida claramente imposible ya que el propio ordenamiento blinda de impunidad la actuación prevaricadora. Sin embargo la sentencia del TS de 1999, magistralmente sintetizada posteriormente en el fundamento jurídico cuarto del Auto del TS de 5 de marzo de 2014 (causa especial 20747/2013) previene sobre el concepto de «subterfugio del prevaricador, técnico del derecho, que busca en la desmesura de su discurso velar la antijuridicidad de su comportamiento». A partir de ahí se abre un espacio que rechaza la concepción subjetivista del delito de prevaricación enfrentando al profesional del derecho contra el escrutinio de sus propias artes técnicas. Por primera vez la doctrina jurisprudencial deja de lado el discurso decimonónico de las voluntades.

Los jarrones chinos del Código Penal; el 446 y el 447.
Esta novedosa doctrina jurisprudencial si bien sienta una base relevante, la misma es, sin duda, débil e suficiente para generar cambio alguno en los hábitos de arbitrariedad autoritaria del poder judicial. Ningún abogado en su sano juicio promovería una querella por prevaricación judicial contra un tribunal de su circunscripción de actividad habitual. Por muy clara que fuese la prevaricación, la característica imprecisión de los art. 446 y 447 del Código Penal Español le previene de que en el más benevolente de los casos cometería un irremediable acto de suicidio profesional.

La realidad diaria de las provincias es que la actividad jurisdiccional española está concebida a imagen y semejanza de un macabro internado de escuela jesuita donde los mismos letrados pasan continuos exámenes ante el mismo tribunal. Visto en perspectiva los tribunales jurisdiccionales provinciales son como un concurso literario de «cuentos» jurídicos donde cada letrado presenta recurrentemente un relato retórico diferente al mismo tribunal que le puntúa durante años y décadas. Acusar, pues, al tribunal de prevaricación es como firmar la propia sentencia de muerte cívica del atrevido e ingenuo letrado.

Ni siquiera en el ámbito de la asistencia jurídica gratuita es posible, al menos en Andalucía, promover un procedimiento de prevaricación judicial contra un tribunal que ha desvalijado a un justiciable mediante una resolución supuestamente injusta adoptada a favor de los intereses económicos de un banco. El abogado del turno de oficio activa de inmediato el art. 32 de la Ley 1/96 y postula ad hoc –de forma arbitraria y antijurídica–, que la pretensión es insostenible, y automáticamente el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) le deniega el derecho al justiciable desposeído. El procedimiento de reconocimiento del derecho es administrativo, pero el TSJA ratifica automáticamente la denegación al pobre del derecho establecido por el art. 119 de la Constitución Española sin siquiera examinar si la resolución administrativa se ajusta debidamente a derecho, o es clamorosamente arbitraria. Hecho que puede ser proyectable igualmente al resto de jurisdicciones de España.

El subterfugio del prevaricador técnico del derecho
¿En qué consiste, pues, el subterfugio del prevaricador técnico del derecho?... Es evidente que una prevaricación detectable en un simple escrutinio nomofilactico de la resolución prevaricadora, sería una torpeza flagrante del «técnico del derecho» que le acarrearía fulminantes consecuencias con el recurso al Tribunal Supremo. Sin embargo la Audiencia Provincial posee una potestad singular señalada en el propio ordenamiento jurídico. Así la propia Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC), en el punto segundo del párrafo XIII de su Exposición de Motivos señala que «la apelación se reafirma como plena revisión jurisdiccional de la resolución apelada».

Revisión que se verifica en dos campos jurídicos; el nomofilactico y el fáctico. Sólo la revisión nomofiláctica es recurrible ante el Tribunal Supremo, mientras que aquello que comúnmente se denomina como  «revisión de la valoración de la prueba», no es recurrible ante ninguna instancia procesal toda vez que el art. 469 LEC excluye del recurso extraordinario de infracción procesal la revisión de la base factica y valoración de la prueba efectuada en la segunda instancia.

Tan solo queda el cajón de sastre del art. 24 de la Constitución Española donde cualquier acusación de irracionalidad, error, o arbitrariedad formulada contra un tribunal jurisdiccional se estrella contra el principio de la «literosuficiencia» combinado con el principio decimonónico de la «sana crítica» y la potestad absolutista de la «ponderación» arbitraria del juez. Toda una autovia de alta velocidad donde el juez es la Ley en España.

Así pues, la distorsión modulada de las bases fácticas del litigio mediante un cumplimiento difuso de los deberes jurisdiccionales, combinado con la obstrucción beligerante del ordenamiento jurídico relevante y una conveniente dosis de distorsión de las bases fácticas fijadas por la sentencia apelada, asegura la impunidad de la voluntad judicial. Distorsión técnica que se realiza en orden tanto a difuminar la antijuridicidad del comportamiento prevaricador, como en orden a motivar convenientemente la resolución injusta. El prevaricador judicial no es un ignorante del derecho. Todo lo contrario; es un versado técnico que domina el derecho hasta  el punto de hacer de la prevaricación judicial una potestad prácticamente impune de la voluntad de los magistrados de las Audiencias Provinciales.
©170928 PACO MUÑOZ

NOTAS:

(1).- M. Foucault; La verdad y las formas jurídicas. Gedisa 2009.

(2).- Rudolf Ihering; El fin del Derecho. 1883.

(3).- Ibíd (2)

(4).- La transición española a la democracia desde un punto de vista comparativo. Javier Tusell Gómez. Cuenta y Razón nº 41, 1988, pág. 109 a 120.

(5).-  No cabe duda que la dictadura generó una clase emergente en la sociedad española durante sus 40 años de régimen autoritario. Manuel Ramírez, catedrático de derecho político de la Universidad de Zaragoza lo resume así;... durante  los  años  sesenta  y  comienzos  de  los  setenta, las  pautas  capitalistas  de  lo que  un  día  di  en  llamar  el  «franquismo  tecno-pragmático», originan  y sedimentan  esa  nueva clase  social  que  tenía  dos  objetivos  bien  definidos:  conservar  a  ultranza  los  niveles  económicos obtenidos  y,  lógicamente,  alejar  cualquier  asomo  de  una  nueva  contienda  en  la que  «se pudiera  perder  algo». Reflexiones sobre la transición española a la democracia. Revista de Derecho Político, nº 31. 1990, páginas 9 a 25. (Texto en pdf accesible en http://revistas.uned.es/index.php/derechopolitico/article/view/8440/8076, pág. 18)


(6).- Richard Dawkins’ Law Delusion; Ronald SOKOL; 30/12/2015; www.project-syndicate.org

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