Lo
mejor de España es que no se necesitan razones para justificar un cambio o
motivar una revolución. Las razones siempre las hemos tenido ahí desde los
Reyes Católicos, y lo más milagroso es que, a fecha de hoy, no falta ninguna.
El naufragio del régimen del 78, es, en sus fundamentos, idéntico a todos los naufragios anteriores; la mediocridad de los líderes, la obsolescencia del congreso, la arrogancia de los poderosos, el reinado de lo falso, la corrupción política e institucional, la vulgaridad de los ricos, el cráter vacío de la industria que nunca tuvimos, la mediocridad de la escuela, la precariedad de los contratos, la explotación desmedida, la miseria galopante, la urbanización especulativa, la desertización del territorio, el austericidio de los servicios públicos, la miseria cainita de nuestra historia...
Desde Don Quijote no nos privamos de nada en este país; ni tan siquiera de estar bien informados y conscientes de nuestro perpetuo fracaso.
El naufragio del régimen del 78, es, en sus fundamentos, idéntico a todos los naufragios anteriores; la mediocridad de los líderes, la obsolescencia del congreso, la arrogancia de los poderosos, el reinado de lo falso, la corrupción política e institucional, la vulgaridad de los ricos, el cráter vacío de la industria que nunca tuvimos, la mediocridad de la escuela, la precariedad de los contratos, la explotación desmedida, la miseria galopante, la urbanización especulativa, la desertización del territorio, el austericidio de los servicios públicos, la miseria cainita de nuestra historia...
Desde Don Quijote no nos privamos de nada en este país; ni tan siquiera de estar bien informados y conscientes de nuestro perpetuo fracaso.
El
espectáculo de la política de hoy es la representación de su descomposición;
sean Puigdemont o Rajoy, Sánchez, Rivera o Iglesias las marionetas del
teatrillo, nadie se sorprende de la tragicomedia de los feriantes y mucho menos con el contrapunto de Boadella como presidente de Tabarnia. Generaciones
de españoles asisten embelesados al hundimiento paulatino de una de las
primeras potencias turísticas del planeta. Sol y playa con sangría y toros al
sol y sombra de la plaza de los esperpentos.
No
se trata de que éste inmundo espectáculo sea comentado, criticado o denunciado
por la Sexta, la Cinco, la Cuatro, la Tres o la Uno, ni por El país o La
Vanguardia. Vivimos atrapados por una maraña de expertos y de expertos de
expertos catedráticos todos de ciencias y de ciencias de ciencias que vomitan
sin pausa ridículos excrementos neuróticos que no desencadenan nada más que una
halitosis putrefacta de revelaciones sobre revelaciones; en Plasma o por Skype,
en directo o en diferido.
En
España no hay portero o catedrático que dimita ante ninguna paradoja. Nuestra
derecha es omniincongruente y nuestra izquierda omniausente. Y España sigue
navegando los mares del destino bajo las falsas carabelas de «El Español Errante»; esa mugrienta nave del
destino universal de los tres noes: la que nunca tuvo unidad; la que nunca
mantuvo rumbo de destino, y la que nunca fue universal.
Cuando
una fiscalía de Granada pide cárcel para una madre que ha ejercido de madre, y la justicia
constitucionalista encarcela a los líderes de dos millones de independentistas al mismo tiempo que
mantiene en libertad a quién esquilmó Bankia –y millones de ahorradores y
pensionistas–, para que de magníficas clases de economía en el Congreso de los diputados,
no hay duda de que la lengua española sea el primer motor que hace subir la prima de riesgo.
Creer fue siempre un acto de fe en la España católica, y en la protestante también,
porque el Estado de Derecho siempre ha sido en España el Estado de Conveniencia
donde los verdugos se lamentan de que los persigan y los corruptos proclaman
vociferantes su lealtad a sus intereses monetarios.
De un lado siempre estuvo la realidad en esta península ibérica, aunque en los últimos cien años se mantenga desde los Pirineos hasta Algeciras el reino del discurso como su implacable contrapunto. No importa que la autonomía sea castellana, catalán o andaluza, pues en este campo de la lengua los borbones han consentido y alimentado la perversión adecuada de todos los conceptos; sean derechos o torcidos, que en España da igual.
De un lado siempre estuvo la realidad en esta península ibérica, aunque en los últimos cien años se mantenga desde los Pirineos hasta Algeciras el reino del discurso como su implacable contrapunto. No importa que la autonomía sea castellana, catalán o andaluza, pues en este campo de la lengua los borbones han consentido y alimentado la perversión adecuada de todos los conceptos; sean derechos o torcidos, que en España da igual.
En
el Estado de Derecho el «coraje de la verdad» consiste en la defensa de la
neutralidad objetiva de los hechos como significante de la realidad. Por el
contrario en el Estado de Conveniencia la narrativa construye la realidad con
una palabra que no compromete a nada, que no significa arriesgando su posición,
que no vale nada fuera del mundo de quien pronuncia el relato. En España la palabra no vale por lo que dice, sino que dice lo que dice quien la pronuncia. No importa lo que se entienda, ya que en España no se rebela quien pueda, sino quien los jueces quieran. Ni tampoco tenemos corruptos, sino investigados, y pronto tendremos elefantes en Moncloa.
Así,
en un universo de mundos inconexos, sin diccionarios, ni traductores, la
verdadera mentira no es aquella que se dicen los unos a los otros, sino aquella
que se cuenta uno a sí mismo, y se la cree, es decir; la ceguera de lo manifiesto a la vista de lo
real. Consecuentemente la falta del coraje de la verdad constituye la religión del sumiso que
sueña en el cielo aquello que no quiere ver en la tierra enterrando constantemente
sus propias percepciones.
La
verdad no es ninguna utopía emancipadora sólo alcanzable mediante la catarsis
revolucionaria, sino una relación directa con la realidad que nos rodea. La
verdad no es ningún problema, es la auténtica presencia de uno en uno mismo –y
en el mismo mundo en el que existe–, en contacto vital con lo real. La verdad es
la vida de la misma forma que la vida es verdad. No es ninguna creencia, sino
una manera de estar presente en relación con el único mundo real que garantiza
la existencia.
Por eso las verdades son múltiples mientras que la mentira es
una permanentemente ocupada en impedir que aflore cualquier vestigio de verdad.
Son los relatos del mundo quimérico los que transforman los hechos, no la
naturaleza del mundo real. En
el siglo XVI Galileo movió a Dios como el primer motor del mundo. En el siglo
XVIII la ilustración francesa movió a Luis XVI y a la Iglesia como primeros
motores del Estado feudal. En el siglo XXI España necesita mover la mentira del
Estado de Conveniencia.
©180114 PACO MUÑOZ
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