La economía es todo
menos una ciencia racional. Y no es una ciencia por dos razones fundamentales, En primer lugar porque el capitalismo no es homogéneo ni en el tiempo, ni en el espacio, lo que impide definirlo bajo ninguna ley universal. Y en segundo lugar porque su doctrina hegemónica tiene tantos misterios
como la religión.
Así pues, los sacerdotes de ayer son los expertos de hoy, y tanto los ancestros, como sus hijos hablan del “motor” que mueve el mundo. Los antiguos creían en Dios, los expertos de hoy creen en TINA; las iniciales del acrónimo thatcheriano «There is no alternative» (No hay alternativa). Políticos y economistas reclaman hoy lo mismo que los curas medievales exigían a la feligresía cristiana y a los incrédulos de todo tipo; amar a Dios sin entenderle. Amar a TINA sin límite.
Así pues, los sacerdotes de ayer son los expertos de hoy, y tanto los ancestros, como sus hijos hablan del “motor” que mueve el mundo. Los antiguos creían en Dios, los expertos de hoy creen en TINA; las iniciales del acrónimo thatcheriano «There is no alternative» (No hay alternativa). Políticos y economistas reclaman hoy lo mismo que los curas medievales exigían a la feligresía cristiana y a los incrédulos de todo tipo; amar a Dios sin entenderle. Amar a TINA sin límite.
El misterio fue la clave
de toda la larga Edad Media, y durante siglos la humanidad occidental amó a
Dios bien porque no le entendía (tesis de los jesuitas; con su lema del fin que
justifica los medios), o justo porque era imposible entenderlo (tesis de los
cristianos fundamentalistas, con su metáfora del pastor que guía a sus ovejas
leales)
Sin embargo en el siglo
XXI la economía está en crisis porque al igual que sucedió con el cristianismo
en el siglo XVIII, la crisis actual aflora la economía más como un misterio
retórico (postular la incapacidad colectiva) que como una doctrina del misterio
(postular el austericidio sin alternativa).
Los expertos explican
siempre las crisis como efectos de la economía, y sus causas son siempre
superficiales y jurídicas, con lo que toda crisis se salda con el
establecimiento de la culpa en el chivo expiatorio. Nunca se diagnostica
cáncer, sino una reacción alérgica. Nunca se cuestiona el núcleo de sus
fundamentos. TINA es sagrada.
TINA y el ciudadano obsolescente que no suda
No obstante, la
feligresía del mítico Estado del Bienestar concibe ya la economía como el
imperio de una distinguida y colosal glosolaila donde todo el mundo converge
sobre la inminencia de la gran crisis final del mundo civilizado; bien por
explosión de la superburbuja global, bien por la revolución de las
desigualdades, bien por la caída de las ganancias.
Es decir que la
“economía” de hoy además de ser una criatura misteriosa y hostil que justifica
guerras y robotiza los trabajos, amenaza ahora con implosionar de forma
inminente porque su metabolismo no solo está devastando el planeta, sino que
también está modificando al propio sujeto social mediante algoritmos y tecnologías
que transforman la clásica figura del burgués autónomo y libertino en un sujeto
obsolescente de actividad subsidiada con panes sin sudores de frente. Toda una
herencia antropológica del viejo mundo que el nuevo parece querer conservar rindiéndole
culto con el formol de un presente permanentemente indefinido.
La verdad de la curva
del más acá bidimensional
Así pues, mientras que
la religión hacía de la simbología eclesiástica y de la imaginería santoral el
deleite de la feligresía beata medieval transmitiéndole eficazmente las eternas
noticias doctrinales del mundo del más allá, la economía de hoy hace de la
curva estocástica la verdad absoluta del nuevo mundo de los dos ejes XY del más
acá bidimensional. Un mundo volátil, sin forma constante, compuesto sólo de
categorías que se realizan cuando se cruzan al vuelo.
Permanentemente se
publican tratados de expertos que afloran las curvas que recristalizan todas
las percepciones ocultas de la realidad subyacente; el PIB contra deuda, las
exportaciones contra las importaciones, la balanza de pagos, el índice de GINI,
etc.
Se trata de realidades
super objetivas que el político y el economista describen con un nutrido arte de
preciosismo conceptual, hermetismo técnico y oblicuidad gráfica; “deuda”,
“cinturón”, “austericidio” “expansión cuantitativa”, etc. son tan solo otros
pocos ejemplos de esta doctrina retórica.
El misterio de “el
valor”
Pero esto sólo son
manifestaciones de la superficie. En cuanto a los misterios sobre los que se
funda esta doctrina subsiste todavía con pleno vigor el enigma de “el valor” como sustancia objetiva de
toda mercancía (1). Un misterio que alumbró la reforma marxista, pero que
desarrolló en todo su esplendor quimérico la contrarreforma neoliberal del siglo
XX.
Así Marx, buscando identificar
esa sustancia mística la concibe como la cantidad de trabajo que encierra la
producción de toda mercancía y los capitalistas contentos del hallazgo añaden a
las mercancías sus propias plusvalías de costumbre.
La plusvalía no fue un
proceso claro de mercaderes innovadores, sino que fue un secreto mantenido
discretamente en el gremio mercantil hasta que los más ricos descubrieron en el
siglo XVIII que para la captación de liquidez la mercancía era una rémora de
costumbres primitivas.
Desde la más remota
antigüedad, los mercados funcionaban adaptando los precios a la cantidad de
dinero disponible en la plaza mediante un proceso de tanteo por regateo. Es
decir la mercancía siempre ha sido un objeto de seducción manifiestamente
neutral y no tenía más valor que aquel que el mercader podía obtener con sus
trapicheos.
El valor del dinero como mercancía
Fue entonces cuando
empezaron a experimentar con el dinero como mercancía desarrollando a escala el
préstamo a interés. La alegría cundió entre los pobres amigos de los ricos que
prestaron –en confianza–, expandiendo el comercio en cascada hasta los pueblos
más recónditos de Occidente.
Hasta el siglo XVIII el
dinero era algo oficialmente estéril y reclamar abiertamente una plusvalía por
un dinero prestado era considerado como “usura”. Idea aberrante que la propia
Iglesia condenaba con todas sus fuerzas hasta que los jesuitas adaptaron el
cristianismo a la revolución burguesa que se estaba cociendo en Francia
mediante su conocida doctrina del fin que justifica los medios. En este caso el
fin es la riqueza y los medios son todos aquellos con los que se verifica el
negocio en confianza. Es decir la desigualdad aceptada entre acreedor y deudor.
El mito del valor como sustancia de la economía
Luego los progresistas
del siglo XIX y XX dedicaron sus mejores esfuerzos a pelear el mito del valor
como sustancia de la mercancía. Los colectivistas antiburgueses abogaban por la
socialización de los medios de producción del valor y los burgueses racionales
abogaban por la redistribución fiscal de los excesos de ganancias en orden a
conservar al principio de igualdad ciudadana del Estado del Bienestar.
Mientras tanto los
capitalistas desarrollaron en paralelo la desigualdad como principio motor de
la economía enfatizando la creación burguesa del individuo autónomo y libre de
toda atadura, sea de origen divino o
colectivo. La iniciativa individual no debe restringirse con normas, y el
Estado ha de ser mínimo.
Las viejas desigualdades
de hecho se lograron revestir de desigualdades de derecho mediante la doctrina
del mérito individual y la retórica de la igualdad de oportunidades. Una
igualdad quimérica que no sólo invisibilizaba los abolengos de cuna, sino que
además culpabilizaba al desigual desgraciado como concreto individual –“producto defectuoso”–, de la
naturaleza. ¡Se es pobre por naturaleza!
Consecuentemente el
Darwinismo había saltado ya de la naturaleza a la metrópoli, y en el mundo
secularizado del siglo XX los neoliberales sistematizaron la vieja frase de
Hobbes del siglo XVII; “Homo homini lupus
est” (el hombre es el lobo del hombre), y Wall Street se convirtió en el
nuevo Vaticano del orden económico tras el derrumbe estrepitoso del Kremlin.
¿Qué es la economía?
Responder a esta
pregunta desde la retórica ortodoxa es morir en el intento de desvelar sus
cuantiosos misterios de naturaleza irracional toda vez que el fundamento del
valor intrínseco de la mercancía es materia de fe incluso visto desde la
perspectiva de la utilidad (2).
La ecuación básica de la
transacción mercantil ya no es M–D–M (Mercancía–Dinero–Mercancía), sino esta
otra; D–M–D (Dinero–Mercancía–Dinero) (3). Siempre lo fue, pero desde que el dinero
es una mercancía, la primera ecuación es un atrapador de sueños emancipatorios.
Los progresistas ignoran
lo obvio; que el productor busca liquidez comprando trabajo D–W–D
(Dinero–Trabajo (W)–Dinero); que el comerciante busca liquidez mediante su
propia liquidez D–M–D (Dinero–Mercancía–Dinero); que el consumidor busca
liquidez mediante trabajo para comprar producto W–D–M (Trabajo–Dinero–Mercancía);
que el financiero busca liquidez con deuda; D–X–D (Dinero–Deuda (X)–Dinero); y
que el Estado busca liquidez mermando la liquidez de sus ciudadanos mediante
impuestos.
De momento digamos que
la liquidez (4) señala un concepto complejo toda vez que hay que apreciarlo fuera
de la teoría del valor ya que carece de núcleo sustancial, lo que invalida su
configuración a partir de una posible estructura interna de valías y plusvalías
totalmente irrelevante. Aquí el concepto de liquidez define dinero como
elemento de poder.
Consecuentemente el
dinero es aquí un cuantificador de poder y actúa organizando la sociedad desde
un modelo taxonómico que estructura a los individuos por tramos de liquidez. El
hombre moderno ya no se puede definir como un ser social, ni siquiera como un
miembro del cuerpo místico de Cristo. Por primera vez en la historia de la
humanidad aparece la figura de un ser relativamente aislado del colectivo
humano, relacionado tan sólo por nómina con su empresa, por fiscalidad con el
Estado y por consumo con el resto.
La democracia es otro
misterio más de la economía, lo mismo que el Estado de Derecho fundado en un
ordenamiento jurídico que pone al Estado al servicio de TINA mediante el Estado
de Conveniencia del poder dominante.
La falacia de la
doctrina económica vigente se muestra en sus propios fundamentos
psudocientíficos llenos de penumbras y paradojas dirigidas a establecer la
economía como una ley objetiva de la naturaleza y no como una doctrina arbitraria
de la oligarquía dominante.
En realidad la situación
actual podría caracterizarse como la contrarreforma a la Revolución Francesa de
lema oficial; «Liberté, Égalité, Fraternité»,
ya que la crisis actual ha puesto sobre la mesa al dios neoliberal conocido por el acrónimo
thatcheriano «There is no alternative»,
(TINA) donde el «austericidio» ha dejado bien claro el nuevo lema del siglo
XXI: “Sumisión, Desigualdad, Hostilidad.”
Si se acepta que el
dinero es poder, entonces la economía no es otra cosa que “el derecho”, es decir; el ordenamiento jurídico. Y ahí si que hay
alternativa. Sólo bastaría con cambiar el derecho mercantil, el derecho
financiero, el código penal, la ley del IVA, el derecho laboral etc, etc.
NOTAS:
(1) La “hipótesis sustancialista”
tiende a “naturalizar” las relaciones comerciales porque da prioridad a los
objetos dotándolos de un valor intrínseco que reduce a un segundo plano las
voluntades de los agentes que realizan la transacción. Bajo esta hipótesis los
agentes no influyen en los precios pues se supone una racionalidad objetiva
paramétrica, no estratégica, donde el regateo está mal visto, ya que la
transacción comercial se describe como un ideal automático; sin trapicheos, ni
negociación posible.
(2) En la versión
neoclásica de la doctrina económica de León Walras, las mercancías tienen un
valor objetivo e independiente de las interacciones del mercado, siendo que la
voluntad del comprador se dirige por su “cálculo de la utilidad”, una
característica intrínseca de los bienes y externa al consumidor. Por el
contrario, en la teoría marxista el valor de la mercancía viene determinado por
el trabajo de su producción, que es el núcleo determinante de la relación de
intercambio. Bajo la óptica marxista la tensión entre la oferta y la demanda
fija el precio final. Pero este precio señala la desviación con relación al
valor (trabajo) de la mercancía. Valor que asimismo se define como el centro de
gravedad en torno al cual han de girar los precios del mercado.
(3) Aglietta, M. y A.
Orléan. La violencia de la moneda, México, D. F., Siglo XXI, 1990, pág. 77–78
(4) Un determinado concepto de
liquidez es desarrollado por André Orléan, en L’empire de la valeur. Refonder l’économie, París, Éditions du
Seuil, 2011. No obstante para Orléan el concepto de liquidez va asociado a la
utilidad del dinero, ocupando el dinero un lugar central en su concepción de
valor. La “hipótesis mimética” de
Orléans otorga al dinero una naturaleza institucional de relación social basada
en la confianza, la representación colectiva y las expectativas. Algo que
difiere significativamente de la interpretación que se sugiere en este texto de
“liquidez” como cuantificador de poder.
© 170824 PACO MUÑOZ
No hay comentarios:
Publicar un comentario