Un reciente trabajo sobre la accesibilidad de
la vivienda publicado en Nueva Zelanda bajo el título: “Demographia International Housing Affordability Survey”pone de manifiesto el profundo
protagonismo de la municipalidad en el conglomerado político neoliberal.
El informe, de carácter anual, viene a recoger
la evolución de los precios de la vivienda en relación a los ingresos
familiares medios de ciertas ciudades en el mundo. A esta relación
precio/ingresos le llaman índice de accesibilidad y con este dato analizan las
tendencias demográficas más
características que se registran en el mapa urbano.
Sus datos revelan la fuerte polarización del
suelo urbano en términos de accesibilidad a la vivienda con el consecuente
afloramiento de una desigualdad urbana estructural y geográfica organizada en
términos de ingresos económicos familiares y la especulación de los precios de
la vivienda.
Lo interesante de este estudio es que
relaciona la desigualdad económica con el valor de cambio (especulación
inmobiliaria) de un bien –la vivienda– que es la pieza fundamental de la
convivencia ciudadana en pueblos y ciudades. Desigualdad económica que
fundamenta la desigualdad urbana impulsando un nuevo modelo de vecindad que
transforma profundamente el carácter de comunidad social transversal clásico de
los núcleos urbanos.
Esta transformación de la convivencia se
produce en su mayor parte gracias a la intermediación bancaria que cambia el
tradicional valor de uso de la vivienda en valor de cambio impulsando la
especulación inmobiliaria y la reordenación urbanística de la ciudad en torno a
un concepto de zonificación por plusvalías de los agentes inmobiliarios.
Consecuentemente esto es posible gracias a la
subordinación de los poderes municipales a la presión de las fuerzas económicas
que se concitan en torno a la especulación inmobiliaria. Municipalismo que
apenas percibe las consecuencias convivenciales de esta nueva ordenación del
territorio en función del poder adquisitivo de los vecinos.
Tradicionalmente las barriadas periféricas
acogían la incorporación de las nuevas olas de inmigración a la ciudad. Sin
embargo ahora son los vecinos de relativos bajos ingresos los que son
expulsados del centro a la periferia de los núcleos urbanos.
La
vivienda y su impacto en la construcción del concepto de pueblo
En el capitalismo arcaico, la casa representaba
desde los tiempos del imperio grecorromano el concepto básico de la patria
potestad del pater familias, el ciudadano independiente y
autónomo (sui iuris) bajo cuyo dominio estaban todos los bienes y
personas que residían en esa casa. Era el elemento característico de la
sociedad antigua que daba sentido a la idea de asentamiento y pertenencia
estable al orden social. El inmueble tan sólo tenía valor de uso toda vez que
la propiedad en el derecho romano no era más que un derecho personal cuya única
base legal se establecía por relaciones de fuerza.
Con el tiempo la propia etimología de la palabra “pueblo” da
muestra de la relevancia de la estrecha relación entre vivienda y sociedad
local. Nuestros pueblos son básicamente sociedades de vecinos alojados de forma
estable en viviendas. Un vecino sin vivienda es una contradicción política en
sus propios términos toda vez que ese vecino tendrá siempre categoría de
transeúnte y ningún transeúnte se considera sujeto de derecho de esa sociedad
estable.
En el desarrollo de los burgos medievales la
vivienda se convierte en el elemento de asentamiento que mejor caracteriza el
derecho de pertenencia a la comunidad que más adelante cristalizaría en el
concepto de ciudadanía.
En el S. XVIII abundaban en España las casas de
vecinos. Casas donde pobreza y miseria eran las cualidades fundamentales de
estos inmuebles, y cuyo concepto oscilaba entre los usos domésticos y de trabajo. Las familias habitaban
una única estancia polivalente que daba cobijo tanto a las actividades
cotidianas domésticas y laborales como a todos sus animales. Su valor se
restringía claramente al uso comunitario de la misma.
La gran transformación
del modelo; la vivienda unifamiliar privada.
La primera gran transformación de este modelo
de habitat surge cuando el desarrollismo marca el objetivo de la vivienda unifamiliar
digna para todo ciudadano. Se privatiza entonces la vivienda y nacen los
registros de la propiedad urbana. Con el tiempo la vivienda empieza a verse como
un producto comercial que pierde su valor de uso. Nace entonces el mercado
inmobiliario y el crédito hipotecario convierte la vivienda en valor de cambio
al servicio de la generación de plusvalías útiles al inversor capitalista.
Hasta mediados del siglo XX la plusvalía se
generaba fundamentalmente de los frutos de la propiedad, fuese ésta agraria, de
los medios de producción (industrial), o por el derecho de rentas. Sin embargo
con la irrupción de la economía financiera la vivienda sufre un cambio radical
en su propia naturaleza toda vez que su valor de uso es completamente arrasado
por su valor de cambio en función de su enorme potencial de extracción de
plusvalías en el mercado urbano.
Consecuentemente aquella vieja urbe medieval
de los artesanos que dio cobijo a los siervos de la gleba desterrados de los
dominios de la nobleza terrateniente del viejo régimen, se ha transformado –doscientos
años después de la Revolución Francesa, en leoninos mercados urbanos dominados por las
fuerzas del inversor capitalista.
El fin del
municipalismo comunitario. ¡Viva la ciudad neoliberal!
Lo curioso que pone en evidencia el estudio
de los urbanistas neozelandeses es que la especulación inmobiliaria no
es posible sin el apoyo político a través de las regulaciones urbanísticas
tanto estatales como municipales. Poder político y poder financiero facilitan
al constructor el mecanismo de la plusvalía como herramienta de acumulación de
riqueza.
Pero se trata de una riqueza no canónica que
revienta los límites del diseño neoliberal porque se fundamenta en la
desposesión de la ciudadanía;“acumulación por desposesión” lo
denomina el antropólogo David Harvey. Desposesión que la banca transforma en
deuda mediante la flauta de Merlín del crédito hipotecario.
Consecuentemente es la política económica la
que transforma la deuda en riqueza mediante el crédito hipotecario que
básicamente consiste en un movimiento contable bancario donde el comprador anota
un saldo negativo en su cuenta corriente y el vendedor anota simétricamente el
mismo saldo en positivo en la suya de contratista inmobiliario. Pura burbuja
contable que transforma deuda en riqueza con escritura notarial incluida.
Pero la conocida “burbuja”, siendo
importante, no es el único efecto relevante de esta política de desposesión
activa que en su cara oculta conlleva la también conocida política de
“austeridad” justificada en la pena del deudor.
La
muerte del concepto “Pueblo”
Lo que los neozelandeses sugieren es que la
idea de la vivienda como valor de cambio trasciende la economía destruyendo la
vieja cultura de vecindad comunitaria siempre presente en las ideas de “pueblo”
y “ciudad”.
Efectivamente si dentro de la urbe actual la
desigualdad se puede medir en términos de ingresos por hogar y capacidad relativa
de acceso a la vivienda, la ciudad ya no puede ser considerada como comunidad
armónica de vecinos que comparten el mismo espacio vital. Todo lo contrario.
Actualmente resulta fácil percibir que la
nueva ciudad se organiza en torno a una geometría irregular de mercados
inmobiliarios donde todo el mundo percibe su propia desigualdad relativa al
resto de convecinos. Los precios de las viviendas diferencian al milímetro los
territorios expulsando a los pobres de las zonas solo accesibles a los ricos
que a su vez quedan diferenciadas de los menos ricos, y así sucesivamente.
La ciudad es, pues, el primer y más directo
valedor de la desigualdad real inherente a la doctrina neoliberal. Es la nueva
ordenación urbana en zonas de privilegios la que transforma definitivamente el sistema
democrático tradicional fundamentado en la igualdad potencial de todos los
ciudadanos.
Sin embargo esta igualdad potencial queda
fulminantemente refutada a pie de calle mediante el concepto de la
«accesibilidad a la vivienda» que reorganiza la convivencia por zonas urbanas
de privilegios donde ya se percibe como “normal” el hecho de que las viviendas
de todos los centros urbanos del mundo sean inaccesibles para las personas con
ingresos bajos y moderados.
La identidad real de la ciudadanía se define
hoy mejor por barrios o zonas urbanas, no por el pueblo o la ciudad en la que
se ubican estos barrios, que siempre tendrá carácter secundario.
Consecuentemente es la desigualdad de ingresos la que define la división
geográfica de las ciudades en una cartografía urbana nítidamente polarizada;
donde el barrio de las tres mil viviendas en Sevilla tiene más en común con los
banlieue de París que con el barrio de Triana o El Nervión de la
misma capital del Betis..
La soberanía en este ambiente de desigualdad
manifiesta no es más que un intento desesperado de restaurar el antiguo régimen
por parte de los neoliberales nostálgicos. El capital es ya en esencia un valor
de cambio, no un valor de propiedad soberana. Consecuentemente ya no sirve
proclamar ¡“liberté”, “égalité” y “fraternité” ¡ La razón se
encuentra en los propios fundamentos de la economía financiera.
©1707240859 PACO
MUÑOZ
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