Después de 20 siglos soñando con una civilización ilustrada y racional como paradigma del bienestar humano, el fracaso de las democracias liberales del siglo XX nos devuelve a un nuevo primitivo mundo de emociones. Una nueva sociedad donde toda realidad se muestra siempre contraria a la intuición y discrepante con la mayor parte de nuestros deseos.
Hoy realidad y verdad se ahogan mutuamente en un mundo plagado de opinólogos al servicio de la narrativa oficial dedicada a encubrir el más genuino motor de la sociedad del siglo XXI.
Se trata de la fuerza más potente de una sociedad globalizada donde se hace cada vez más evidente que cuanto más desigualdad se establece en una sociedad, más divergen los estilos de vida que la trocean y más se afianzan y enquistan los valores de los ricos con respecto a los valores de la gente más común.
Lo curioso es que Aristóteles advertía, hace ya más de 2000 años, de este desarrollo identificando la plutocracia como el agente más tóxico de la democracia. Un fatal envenenamiento de la sociedad que se da cuando las recompensas del desarrollo económico recaen fundamentalmente sobre los que ya son ricos.
Se trata de un proceso iniciado en la década de los años 80 del pasado siglo y que presenta una creciente aceleración tal y como recientemente acreditó Thomas Piketty en 2013 con su famoso libro sobre “El capital en el siglo XXI.” Sin embargo hoy ya no hablamos de plutocracias, sino de democracias liberales donde el orden revolucionario de 1848 de la separación de poderes del Estado moderno ha culminado 200 años después en el perverso divorcio institucional entre economía y democracia.
Curiosamente en el mismo seno del nacimiento del Estado moderno Tocqueville centró su atención en las consecuencias de la destrucción de las castas feudales como principio del nuevo orden social y político. Ya en la década previa a la Revolución Francesa de los años 1830 a 1840 Tocqueville analizó los estilos de vida de las grandes castas del sistema feudal –la casta de los nobles de la guerra; la casta de los nobles de la iglesia; la casta de los nobles togados; la casta de los comerciantes, etc–, llegando a la conclusión de que los privilegios medievales conformaban un sistema estricto de obligaciones y libertades para con el reino feudal. Sistema que aparentemente quedó abolido con el advenimiento del nuevo Estado Republicano basado en la “liberté, egalité et fraternité.”
Sin embargo, el viejo sistema de castas medievales, lejos de desaparecer ha evolucionado hoy a un sistema de “percentiles” estadísticos claramente visible en las curvas de ingresos familiares y donde las diferencias de rentas y patrimonios modulan diferentes sistemas de valores, experiencias, criterios y culturas tanto entre las distintas minorías entre si como con respecto a las diferentes mayorías que las cruzan. Una realidad que en los albores del siglo XXI está tensionando la economía neoliberal de la globalización hasta niveles seriamente desestabilizadores de los equilibrios gestados por los estados liberales del siglo XX.
Consecuencia de esta tensión nos encontramos ahora con dos tendencias aparentemente contradictorias, y que ambas actúan contra el neoliberalismo del siglo XX. A un lado del campo de batalla social se alza ahora la apasionada intensidad de los populismos emergentes calificando al 10% que posee el 89% de la riqueza global de “la casta” con un mensaje simple y fácil de entender por las mayorías minoritarias del 90% que apenas posee el 11% restante según los datos del último informe de Credit Suisse 2016. El mismo informe señala que se necesitan 77.000 dólares para estar en el club del 10% más rico y 798.000 dólares para pertenecer a la champions leage del 1%.
Así ante la abrumadora mayoría del 90% de la población, los populismos, tanto de izquierda como de derecha clásica, describen el éxito de los de “arriba” como el acaparamiento de riqueza desorbitado por parte de élites egoístas y corruptas, manchadas de estratagemas frecuentemente criminales que solo procuran el beneficio propio a costa del bienestar general. Desde un ángulo más neutral el mismo premio Nobel de economía J. E. Stiglitz reconoció recientemente con lenguaje técnico el principio tóxico del veneno social que respira la sociedad actual diciendo que “un sistema económico que no “cumple” con gran parte de la población es un sistema económico fallido.”
Al otro lado del campo de batalla social nos encontramos con el trumpismo –un fenómeno engañosamente tildado por los opinólogos de populismo–, que emerge con fuerza en el corazón del imperio no como un síntoma de su desintegración, sino como una solución para la crisis del liberalismo.
Es decir, que ocho años después del triunfo de la retórica de esperanza y cambio del “yes we can” ( los del 90%) de Obama retorna al imperio la retórica del miedo y el odio de un Trump autoritario e imprevisible que enarbola la lógica de la casta multimillonaria ( los del 1%) como la nueva bandera del imperio con la marca de “America first” (o, mejor dicho; "el Capital primero").
Para poder entender este tsunami capitalista se hace necesario observar cómo la crisis económica de 2008 dejaba al descubierto que la democracia liberal ha sido durante todo el siglo XX la guardiana de un status quo cada día más tóxico e intolerable para una gran masa creciente de excluidos por un sistema económico, cruel y despótico.
La misma crisis dejaba meridianamente claro la naturaleza beligerante de un Estado de Derecho conservador del status quo; cada vez más viciado hacia la protección y garantía del derecho de los poderes económicos sin consideración alguna de los derechos de los débiles. Es el momento donde todas las democracias liberales de occidente enterraban los principios del Estado Republicano nacido de la Revolución Francesa mostrando abiertamente que la economía es el único principio activo con rango de política de Estado.
Consecuentemente, el divorcio entre política y economía afianzado por los neoliberales, tras la estela de Reagan y Thatcher en la década de 1980, ha traído rápidamente un mundo de divisiones sociales con innumerables problemas de dependencia, desigualdad y segregación, con creciente precariedad. Un mundo convertido en motor de la dinámica económica que lejos de compartir la riqueza la concentra cada día con mayor intensidad.
Se trata de un proceso que conforma una sociedad civil concebida como utilidad al servicio del valor supremo de la economía. Es decir, una sociedad cada día más estratificada en una estructura segregada por valores laborales, y que es cantera de la estructura empresarial del libre mercado.
Más que divorcio estamos ahora ante un re-ordenamiento de la sociedad civil por el modelo empresarial de la sociedad económica; el fordismo convertido en texto constitucional del estado posdemocrático.
Consecuentemente más que el último presidente de Estados Unidos, Trump ha de ser considerado como el primer comandante en jefe del nuevo imperio posliberal reconstruido sobre el libro de los fundamentos de la libertad, del nobel austriaco Frederick Hayek. Un defensor del liberalismo a ultranza que rechaza, entre otras perlas, nociones tales como la de libertad política, los derechos universales, la igualdad de los seres humanos, etc.
Hayek define la libertad como la ausencia de toda coerción que limite o impida las acciones de los ricos y poderosos. Una idea que ahora tenemos plasmada –ad pedem literae–, en el mismísimo gabinete de gobierno formado por Trump convertido en el Estado Mayor de la opulencia multimillonaria del imperio, y cuyas fortunas reunidas superan, por ellos mismos, el PIB de varios países.
Importante es recordar que para los liberales de la escuela de Hayek la democracia no es un valor absoluto, por cuanto en aras de la libertad hay que evitar que la mayoría decida por su cuenta el rumbo político y social, ya que los ricos son como la vanguardia que se atreve con nuevos estilos de vida marcando el único valor social y cultural de la sociedad eficiente. Es la suprema ideología del dinero, la que en definitiva conforma la cultura dominante del imperio, y en la que Donal Trump se configura como su mejor y más puro icono. No es, por tanto extraño que ya estemos viendo que a Trump le basta twitter para gobernar el mundo.
Lejos de configurar un exabrupto del poder decadente blanco, Trump es una evolución natural del imperio en la línea marcada por la presidencia neoliberal de Ronald Reagan y donde Bush padre puso fin a la guerra fría, Clinton expandió la globalización, Bush hijo creó el mundo unipolar del imperio unilateral que luego Obama suavizó con la imagen de un imperio light en un mundo de apariencia multipolar. Y ahora le corresponde a Trump coronar el pastel con la guinda de la desigualdad.
Desgraciadamente ante los ríos de tinta vertidos por los opinólogos, y expertos de nada, de todos los medios de comunicación de occidente se hace actual parafrasear el viejo proverbio budista que dice que “cuando el filósofo apunta a la luna, el necio le mira el dedo”. Aquí la “luna” es el advenimiento de un nuevo modelo de Estado y democracia posliberal, y el “dedo” es Trump.
Para diferenciar la luna del dedo se hace prudente observar que en la América de Trump la desigualdad se va a convertir en pleno siglo XXI en el principal y más potente motor del trumpismo dejando atrás todas las disquisiciones del siglo XX sobre potenciales libertades, utópicas igualdades y fraternales colectivismos, todos caducos y fracasados, tal y como acredita el mismo Putin; nuevo emperador de la Rusia ex-comunista.
Sin embargo Trump, y su club de multimillonarios, no dejan de ser unas figuras de los años 80 del siglo XX. Momento en el que el mismo Donald Trump publicó su libro “The art of the deal”; un esfuerzo intelectual que, sin duda, le ayudó a calzar su propia estantería.
Sin embargo, con el trumpismo la inteligencia es un valor que cotiza bien a la baja, por cuanto lo real y efectivo que define la utilidad y el beneficio del capitalista de éxito no tiene su origen en la racionalidad sino en la desigualdad.
Contundente realidad que refuta tozudamente toda meritocracia ya que en el mundo de los multimillonarios de éxito no existe relación alguna entre mérito y recompensa. Es más, en el mundo de la opulencia ni siquiera se cumple el viejo mito cristiano por el cual alguien se tenga que ganar el pan con el sudor de la frente.
Incluso todo el mundo sabe ya que en una economía rentista, o financiera, los ingresos ganados con el esfuerzo son siempre marginales comparados con los ingresos obtenidos por otras vías. Y lo mismo que no existe racionalidad alguna en las retribuciones salariales de los trabajos, tampoco tiene límites los alquileres que se pueden cobrar por una propiedad, o la minuta del servicio de un abogado, o por los derechos de un medicamento en gran parte desarrollado en universidades públicas.
Estamos, pues, ante la emergencia de un mundo nuevo que en la segunda década del siglo XXI todavía se encuentra lastrado por valores arcaicos de justicia, mérito y religión. Un mundo que se va a ver inevitablemente forzado a regenerar nuevos valores de correspondencia entre realidad y verdad.
El fracaso del estado actual consiste, pues, en que los gobiernos del siglo XX no están dedicados a la mejora de la sociedad, ni dan respuesta a las necesidades de su electorado sino que se han convertido en funcionarios a las órdenes de élites remotas y aisladas del tejido social.
Incluso “los mercados” –el icónico santuario de la libertad desde el siglo XIX–, son un monumental engaño fraudulento que oculta el gobierno global de unas pocas empresas gigantescas que no solo controlan, y gobiernan, la totalidad de los mercados sino que rigen en beneficio mutuo los flujos mundiales de mercancías, capital, tecnología y personas; los cuatro flujos esenciales de la economía global.
BlackRock, State Street, Fidelity y Vanguard Group son solo 4 de los 29 poderes reales que ya gobiernan el mundo económico del planeta muy por encima de los Estados-nación. Con esta potente fuerza gravitacional gobernando la economía del planeta los populismos soberanistas son mera anécdota de ingenuidad, cuando no interesados subterfugios para profundizar la división actual. En el siglo XXI los principios de la libertad de mercado son tan arcaicos comolas enseñanzas del viejo, o nuevo, testamento.
Así pues, la realidad es que nuestros conceptos actuales se volatilizan con noticias como la de que sólo la facturación de la empresa BlackRock alcanza los 14 billones de dólares, mientras que el PIB de España apenas supera los mil millones de €. Es decir, que BlackRock maneja una riqueza 14 veces superior a la de todo el Estado español.
Pero BlackRock no es una empresa distante, sino que está incrustada como importante accionista de los principales bancos de España y Europa, además de influir decisivamente en un sinfín de las más importantes empresas del continente, por lo que sus decisiones tienen impacto local y planetario siguiendo la lógica del capital. Consecuentemente el trumpismo no es ningún accidente en el desarrollo de los acontecimientos, sino que más bien inaugura una nueva era definiendo el 9 de noviembre de 2016 el triunfo mismo de la revolución capitalista; “Dépendance, Inégalité et Ségrégation”
© 161206PACO MUÑOZ
No hay comentarios:
Publicar un comentario