La Calle de Córdoba XXI

lunes, 19 de diciembre de 2016

El Estado–mercado y el fin de la izquierda


En España falta un Miguel de Cervantes del siglo XXI para escribir la versión actualizada del Mr Quijote de la PP–burguesía centrista de juristas, periodistas, políticos, expertos y banqueros que tan brillantemente conforma la caballería del régimen del 78; populistas y Cebrián incluidos. Aunque la vieja “Mancha” de Cervantes ya no es un paisaje local de la meseta castellana, sino que sus molinos se ha globalizado por todo el planeta.

Corren, pues, tiempos de confusiones universales y paradojas intelectuales donde la palabra –mayoritariamente sin fondo, ni lógica–, tan solo predispone a la emoción en una continua farsa burlesca digna de sabios de mercadillos medievales. 

Así pues, y sin apenas sustancia racional ejércitos de expertos bombardean diariamente el planeta replicando desde miles de molinos distintos un mismo mensaje hasta asentarlo como base irrefutable de la verdad revelada.

La última descarga masiva se produjo con motivo de la derrota del estatus quo del núcleo imperial norteamericano a manos del gigante multimillonario Donald Trump. La paradoja intelectual, en este caso, se difundió bajo el paradigma de la doctrina conspiratoria en su variante de la “puñalada por la espalda”. Un relato novelesco que identifica al traidor de la igualdad identitaria de la humanidad a los varones blancos del denominado cinturón del óxido made in USA.

Multitud de “expertos” replican la tesis de que el trumpismo supone el retorno del varón blanco USA en un esfuerzo de construcción de un “liberalismo post–identitario” que en contra de una globalización perversa rescatan los viejos valores del Estado nacional soberano. 

Sin embargo la novedad de esta norma de la nueva supremacía identitaria del varón trabajador blanco no radica tanto en su componente de cultura racial, sino en el hecho de que, mediante el trumpismo, viene coaligada con la norma jerárquica de las corporaciones empresariales al objeto de crear una nueva variante de capitalismo soberanista. Una variante realista que a imagen y semejanza de la lógica accionarial someta la democracia al poder de los más poderosos.

Se trata, pues, de un capitalismo ideológico que concibe la sociedad como un mercado dinámico de comunidades jerárquicamente unificadas alrededor del bien común de la empresa como unidad que amalgama a propietarios–accionistas y trabajadores en torno a un objetivo efectivo de progreso corporativo. Consecuentemente el trumpismo señala ya de inicio a la corporación empresarial como la máxima entidad que define el bien común de la sociedad mercantilizada. 

El Estado queda así reducido a la figura del cascarón territorial que da el servicio necesario a las nuevas comunidades corporativas mediante contratación de obras para soporte de las infraestructuras necesarias. Es decir que la visión clásica del Estado como la entidad imparcial que produce y ejerce un poder racional a través del imperio de la Ley va a quedar reducido por el trumpismo al papel de entidad gestora del “polígono” nacional.

El trumpismo se revela así como el abanderado de los nuevos conceptos de efectividad y eficacia en un realismo mimético de la lógica empresarial. Sin embargo su gobierno de multimillonarios maquillados en oro oculta entre bambalinas el hecho palmario de que tras la lógica mercantil opera siempre el mecanismo de concentración de la riqueza a costa de la explotación de los más débiles. 

Consecuentemente la nueva identidad del denominado “capitalismo post–identitario”, no es otra que la del poder a la vista, basado en el glamour del estatus efectivo sin importar ni el origen, ni la trazabilidad del oro que reluce.

A estas alturas del texto resulta ya evidente que la tesis que desarrolla este artículo no comparte la tesis conspiratoria de la “puñalada en la espalda” como acontecimiento–accidente, sino que más bien se decanta por la tesis del trumpismo como acontecimiento–proceso que se enmarca dentro de la fenomenología visible al trasluz de la reciente evolución política y económica de occidente.

Así pues, lejos de la tesis de la “puñalada en la espalda” del hombre blanco oxidado, el fracaso de la izquierda europea y norteamericana habría que buscarlo fundamentalmente en la instrumentalización utilitarista de las políticas identitarias clásicas (género, raza, inclinación sexual, etc), donde el problema objetivo no radica tanto en la necesidad de un reconocimiento intelectual de las manifiestas falacias que soportan las distintas discriminaciones sociales, sino en la articulación de políticas netamente integradoras capaces de desarrollar el potencial liberador de la inclusión social. Discriminación e inclusión son conceptos políticos antagónicos que quedan desfigurados bajo el abordamiento como problemáticas culturales indentitarias en lugar de anomalías estructurales del sistema.

Consecuentemente todas las discriminaciones sociales han sido, y son todavía, tratadas por la izquierda bajo el mismo patrón de aberración cultural que fundamentan las políticas identitarias desde la perspectiva correctora de un fundamentalismo cultural ofensivo. Una estrategia que diluye y oculta la sintomatología común de “perdedores del sistema”, inherente a todas las minorías discriminadas. 

De esta forma la izquierda coincide con la derecha en el hecho mismo de la necesidad que tiene el capitalismo de ocultar la realidad que muestra la esencia nuclear de su mecanismo de enriquecimiento por acumulación. El capitalismo es un sistema de suma cero que se nutre justamente de los perdedores.

Y es en este “punto oscuro” donde se produce el punto de inflexión donde se cruzan los procesos identitarios de las minorías clásicas con lo que podríamos denominar los “nacionalistas blancos” que se ven a sí mismos como los auténticos perdedores de la globalización. 

Curiosamente los “nacionalistas blancos” emergen desde este punto oscuro como una identidad más entre muchas otras y no como la vieja antítesis de todas las “otras” identidades. Razón por la que en su núcleo germinal podemos encontrar los restos del viejo movimiento obrero –ahora perdedores en paro y subsidiados–, que no solo se alza frente a las otras minorías identitarias, sino que también lo hace frente a lo que se denomina como “clase creativa” (ingenieros, científicos, abogados, docentes, funcionarios, etc, etc,)

En este campo de la lucha social el capitalismo y el libre mercado no entienden de identidades sino del poder basado en el estatus, y desde los años 70 del siglo XX las políticas económicas se han orientado en torno al consenso sobre un crecimiento basado en resultados, no en términos de oportunidades, y donde el enriquecimiento es por acumulación, no por reparto.

Incluso socialistas como François Miterrand dejaron claro en su día que son las empresas las que crean riqueza, no las clases sociales. De esta forma tan contundente los socialdemócratas europeos con el laborista James Callaghan y el socialista Felipe González, entre otros, se sumaban al famoso acrónimo thatcheriano del TINA (There Is No Alternative). Fue a partir de entonces que cogió impulso la doctrina del aislamiento y bunkerización de las instituciones económicas (Bancos Centrales) para ponerlas a salvo de toda interferencia democrática.

La lógica neoliberal del TINA supuso también el ahogamiento de los movimientos sindicales en sus propias miserias y contradicciones facilitando la sumisión de los trabajadores al desmantelamiento y deslocalización de las empresas manufactureras e industriales hacia latitudes donde la “empresa” pudiese desarrollar libremente el carácter depredador del capitalismo. Era la globalización santificada tanto por la izquierda, como por la derecha del arco parlamentario de la mayor parte de las democracias liberales de occidente.

En la última mitad del siglo XX la maximización de las ganancias se convirtió en la nueva biblia de todos los mercados y millones de “expertos” a derecha e izquierda vendían diariamente sus propias “pócimas” del éxito. “Es la economía, estupido”, se convirtió en la famosa frase de J. Carville, el estratega de la campaña electoral de Bill Clinton, que todavía resuena por las moquetas y parquets de todo el mundo.

Sin embargo en el mundo feliz de los años 90 el crecimiento del consumo empezó a superar el crecimiento de las ganancias lo que impulsó el aumento del endeudamiento y el crecimiento de la economía financiera en una carrera que hundía la demanda a medida que iban cayendo los ingresos y el empleo.

Fue entonces, con la crisis de 2008 cuando los límites de TINA empezaron a dibujar también los límites del centrismo reformista en el que confluyen tanto la izquierda como la derecha tradicional europea, siendo Syriza el mayor exponente del fracaso de toda la clase política europea. Lejos, pues, de ser un fenómeno local exclusivo de Grecia, Syriza proyecta sobre toda Europa el espectáculo de una democracia que vota mayoritariamente un partido explícitamente antiausteridad convertido después en el máximo bastión de la austeridad.

Desde la crisis de 2008 el centrismo político que sostiene los privilegios del status quo de los diversos Estados–nación europeos ha defendido los intereses de los grupos dominantes a costa de crecientes niveles de incertidumbre para el resto de la población. 

La política monetaria del Banco Central Europeo así como la política de rescates públicos de la banca privada visualizan claramente la instrumentalización del Estado por los poderes económicos generando la incómoda sensación de que grandes masas de población ya no controlan sus propios destinos.

La democracia, como institución, se convierte así en el chivo expiatorio de unas políticas entendidas como “elitistas”, no ya por su contenido y desarrollo, sino a causa de un transparente cinismo político fuertemente comprometido con la carrera del poder por el poder mismo. Es el particular drama de la presente legislatura en España.

En este entorno de continua confusión y patrimonialización de las instituciones públicas por clientelismos políticos, el trumpismo no es el accidente, sino la manifestación más reciente del proceso de descomposición de la democracia liberal en el viejo Estado soberano nacido de la Revolución Francesa. 

En el siglo XXI la izquierda carece de sentido como mecanismo de acceso a la instrumentalización del Estado–nación como oficina de colocación de eficientes gestores buenistas de la libertad de mercado por cuanto el capitalismo, probablemente, acaba ya de engendrar un nuevo modelo de Estado capitalista al servicio de las grandes corporaciones empresariales privadas.

©161219S51 PACO MUÑOZ

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