"Es necesaria una función pública racional, con funcionarios independientes del poder político y sometidos a un código deontológico de la función pública, supervisados por estructuras de control profesional capaces de monitorizar y extirpar las malas prácticas y desactivar los incentivos exógenos de las puertas giratorias."
Hace unos días, se cerraba en CTXT el año 2020 con el débil afloramiento de un debate que, presentado en tono menor de crítica y réplica, merecería la pena acercarse y examinarlo con mayor detalle en este nuevo 2021. Se trata de un pugilato asimétrico que enfrenta un idealismo formalista –que se justifica sobre un púlpito elitista y circunscribe todos los fallos del sistema al factor humano particularizado– contra un realismo popular que acusa al sistema de clasista, perverso y truculento.
La crisis de la covid está dejando claro que necesitamos un cambio de sensibilidad en las instituciones. Un cambio que deje atrás las ínsulas de Barataria, con sus bosques de baobabs plagados de élites infértiles y chiringuitos de conveniencia. Un cambio que cambie el imperio de las sombras por las luces de la realidad. Un cambio que elimine definitivamente todas aquellas idealizaciones que reservan el poder administrativo e institucional a seres supuestamente excepcionales con título exclusivo de propiedad en la función pública.
El institucionalismo amigo y la larga sombra de Carl Schmitt
No es extraño que muchos piensen que la idea es utópica, o incluso revolucionaria, dado que la trazabilidad de las sombras tiene larga data en la experiencia institucional española. Sin embargo, en España apenas existe hoy línea divisoria entre lo político y lo administrativo tal y como muestra la paradoja del rescate bancario –con sus instantáneas transferencias a golpe de teclado “amigo”–, y el hiperbólico enredo administrativo del Ingreso Mínimo Vital extremadamente obsesionado con la figura del defraudador “enemigo”. Más que contradicción, esta paradoja muestra una profunda brecha en un modelo institucional claramente insostenible.
Hablamos, pues de dos de las manifestaciones más elocuentes que, cuanto menos, revelan cómo el sistema de acceso a la función pública, no sólo no contiene la brecha, o la limita, sino que la amplía desbordando el propio contorno idealizado de las famosas oposiciones para ir extendiendo sus consecuencias por el modelo de funcionamiento de todas las instituciones del Estado.
De ahí viene la extraordinaria relevancia de este debate que encierra en su seno la cuestión de la formación y conservación de un Estado de Derecho en la vertiente de la función pública en España; su degradación y reforma. Un debate que fija uno de sus dos epicentros en el método de acceso y conservación de la condición de funcionario con sus privilegios, efectos y consecuencias. El otro epicentro conforma el problema histórico de la separación entre política y administración.
Así, en el antepenúltimo día de 2020 CTXT publicaba el artículo titulado “En defensa de un sistema de oposiciones del siglo XVIII” (1), donde su meritado autor, de pseudónimo Erundino Valbuena, se define como funcionario de uno de los denominados “cuerpos de élite” de la Administración General del Estado. De este modo, don Erundino venía a “replicar” un anterior artículo orientado en sentido crítico, y también firmado con pseudónimo por la aspirante doña Valeria Mistral (2). Pero más que apuntar hacia un duelo de carnaval, el revestir las plumas con antifaz, señala la “peligrosa” relevancia del tema.
En mi humilde opinión de ciudadano no anónimo, y poco ilustre, los dos posicionamientos tienen su interés, aunque por causas bien distintas. De un lado don Erundino, se presenta como pomposo propietario, por “oposición”, a la función pública. Rango desde el que rebate a la aspirante doña Valeria dando la sensación de que tiene la moral de su lado.
Se trata de un viejo ardid retórico de supuesta superioridad para adquirir cierto tono autoritario en calificar los argumentos de doña Valeria de lábiles, sin dar forma convincente a la expresión. No obstante, en su argumentación don Erundino da la impresión de que hace un uso deliberadamente falaz, e incluso contradictorio, de su pluma para ir construyendo un relato de trazos irregulares y paradójicas figuras tan discordantes como la de un pianista que memoriza partituras.
Ni siquiera la transición postfranquista ha podido llevar a cabo una transformación democrática en profundidad de esta tradición elitista que todavía subsiste en los entresijos de las instituciones del Estado.
No se sabe bien que ve don Erundino en el pianista, pero su retórica es tan decimonónica como el mérito de arrogarse el título de “propietario”, nada menos que de “una función pública” por el mero hecho de “aprobar una oposición de las denominadas ‘de élite’”.
Sin embargo, el propietario Erundino Valbuena da la buena imagen de que razona como un cacique beneficiario del nepotismo absolutista de una función pública que en España arrastra una tradición netamente clasista desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Ni siquiera la transición postfranquista parece que haya podido llevar a cabo una transformación democrática en profundidad de esta tradición elitista que todavía subsiste en los entresijos de las instituciones del Estado.
El reduccionismo mágico de la fórmula IQ + esfuerzo = mérito
Tradición que durante el pasado siglo XX se enmascara bajo el cascarón de la fórmula mágica que dice “IQ + esfuerzo = mérito”. Fórmula que entraña uno de tantos intentos de la época por vestir al “mono transitado” de seda y acoplarlo a la pomposidad del mito occidental del conocimiento oficialmente meritado, ya en franca decadencia.
Por otro lado, la “aspirante” Valeria Mistral se suma a la corriente crítica de este concepto de mérito en la vertiente de aquellos que lo consideran “tramposo”. No es única, ni es lábil su crítica, como postula –con no poca arrogancia–, nuestro propietario de élite, don Erundino, clavado en el púlpito de las dudosas virtudes del siglo XVIII español. Todo lo contrario. Incluso el polémico socialdemócrata inglés Michael Young –inventor en 1958 de la palabra “meritocracia” con su best seller The Rise of Meritocracy–, empleó ya el concepto en tono despectivo dibujando un futuro distópico, meritocráticamente articulado en torno a un mercado negro de bebés inteligentes e impasibles a toda presión indescriptible.
Pero no es la distopía de Young lo que parece que le preocupa a nuestro propietario de élite, don Erundino Valbuena, sino las condiciones de éxito de un desconocido pianista, maléficamente oscurecidas por la “épica casposa del sacrificio” que con tanto énfasis argumenta la desafortunada aspirante doña Valeria Mistral.
Así pues, tras el ilustre ejemplo del pianista, don Erundino concluye que sin servidores públicos “la sociedad no puede estar en “Estado de Derecho” y, por tanto, no puede “existir como tal”. Una afirmación valiente de la que necesariamente se deduce que los servidores públicos son la conditio sine qua non de la existencia de nuestra sociedad. Es decir; que los funcionarios –sean de élite, intermedios o de planta baja– no solo son propietarios sino que, sin su apropiación de la función pública, nuestra sociedad no podría existir. Es obvio que la condición de “servidor” parece que aquí se volatiliza.
La lógica de don Erundino sería brillante si las contradicciones no se sucedieran una detrás de la otra, pues resulta incomprensible el hechizo retórico por el que termina postulando lo que parece ser la más vigorosa ley fundamental de la función pública. La ley que establece, sin pudor metafísico, que; “cuanto mejores sean los servidores y más se parezcan a los servidos, menos servidumbre habrá”.
Pobre aspirante que ni se parece a los servidos, ni aprueba las oposiciones; y pobres ciudadanos servidos que ni aspiran a las oposiciones, ni ven en sus servidores más que distancia y desigualdad. Paradoja que según la lógica de nuestro meritado don Erundino bien vendría a justificar la servidumbre ad eternum de la ciudadanía española.
El factor humano en la cueva platónica de los übermensch
Llegados a este punto, el defensor de nuestro cuerpo de élite, y copropietario de la función pública, no se muestra ya siquiera decimonónico, sino que emerge de la misma cueva de Platón cuando asegura que “el sistema puede ser imperfecto, pero como idea, es insuperable”.
Así pues, desde las mismas entrañas de la cueva, y con el título de copropietario de la función pública bajo el brazo, pronuncia a los cuatro vientos una sentencia de nota diciendo: “Al igual que sucede con la idea de división de poderes, los déficits de funcionamiento dimanan de la propia naturaleza humana, no de la idea en sí”.
Con esto bastaría para alcanzar el éxtasis en la caverna de Platón, pues la erudición de don Erundino Valbuena parece tan limitada que se centra solo en pequeños detalles irrelevantes dejando en la oscuridad todas las otras caras del asunto que plantea la aspirante doña Valeria Mistral.
Así, el artículo de nuestro funcionario del “cuerpo de élite” no solo deja mucho que desear, sino que, en sí mismo, exhibe una cándida ignorancia propia de tiempos pretéritos. Nuestro propietario revela en su artículo la esencia cavernícola de un cuerpo de élite sustancialmente platónico –es decir; de magníficos idealistas románticos–, pero peligrosamente antisocrático –es decir; poco prudentes, menos realistas y nada familiarizados con la racionalidad científica–, pues es obvio que don Erundino ignora lo que dice y desconoce profundamente lo que claramente ignora.
El grave problema de la función pública en España es que nuestro cuerpo de élite ignora el hecho de que las élites se reproducen a sí mismas, por cuanto el elitismo tiende permanentemente a suprimir la diversidad y la inclusión.
El grave problema de la función pública en España es que nuestro cuerpo de élite, propietario de la función pública, ignora inexcusablemente el hecho de que las élites se reproducen a sí mismas, por cuanto el elitismo tiende permanentemente a suprimir la diversidad y la inclusión. La historia nos suministra abundantes pruebas de esta realidad. La más trascendente podemos encontrarla en el mundo de las ciencias económicas, y en cómo la Escuela de Chicago impone urbi et orbi el neoliberalismo como teoría económica desterrando de las universidades del planeta todo pensamiento alternativo; ¡There is no alternative!
El rancio elitismo decimonónico de los “cuerpos de élite” de la función pública española es la realidad que tan cándidamente muestra, en toda su crudeza, el artículo de don Erundino Valbuena. Es decir; las élites, y don Erundino, tan solo defienden su estatus. Por eso estos funcionarios se comportan y razonan a modo de caciques de la función pública apropiándose –con título de “propiedad”– de lo que es un bien público.
Curiosamente parece que nadie repara en el hecho de que para que la corrupción en España pueda ser posible se necesita la colaboración dolosa o culposa de los funcionarios que son los que redactan las convocatorias, supervisan las adjudicaciones y hacen los mandamientos de pago, entre otras muchas cosas; y este mal funcionamiento de la administración pública no es solo imputable a la naturaleza humana, sino a la propia idea dominante de la función pública estructurada alrededor del principio de casta salpimentado con altas dosis de clientelismo. Destaca entre otros, en este aspecto, el hiperbólico diseño administrativo del Ingreso Mínimo Vital en contraste con la absoluta levedad para con el ser superior “Too Big to Fail”.
Consecuentemente las “oposiciones” son sólo útiles como artilugio de segregación que en ningún caso tienen como prioridad asegurar conocimiento, sino discriminarlo, pues en una oposición de veterinarios el examinador puede preguntar por la cantidad de pelos por cm2 que tiene el águila imperial, o la vaca lechera, sin que ello represente conocimiento relevante alguno. Reducir, pues, el debate sobre el acceso a la función pública a la sátira del conocimiento versus ignorancia es tanto como falsearlo, al igual que defender el kafkiano sistema de oposiciones como la selección de “los mejores” en términos del absolutismo trasnochado del “übermensch” de Nietzsche. ¿Los mejores respecto de qué, quién y a criterio de quién?
La cultura tóxica del elitismo institucionalizado
La cultura de las oposiciones como sistema de acceso a la función pública es una cultura tóxica como bien muestra la crítica de la aspirante doña Valeria Mistral en su artículo. Una cultura que se alza como barrera infranqueable que impide elevar la calidad democrática de nuestras instituciones en el desempeño tanto de la educación pública, como de la justicia y los servicios públicos en general. Todos orientados hoy en la tradición del beneficio de una élite “propietaria” bien armonizada con el sector privado a través de amplias puertas giratorias. Casos paradigmáticos son los abogados del Estado, los inspectores de hacienda, etc.
Por el contrario, las instituciones, sucesivamente austerizadas, presentan en su gran parte un perfil disarmónico y anacrónico de poca calidad, pésimamente dotadas y con grandes bolsas de personal sobreexplotado, o “aparcado” en un ostracismo de bajos rendimientos, con retribuciones incongruentes, ora superiores al sector privado, ora precarizadas hasta niveles de parodia laboral. De la función jurisdiccional, mejor ni hablar, visto lo visto, ya que requeriría otro debate aparte.
La crítica expuesta por doña Valeria Mistral en su artículo no solo tiene fundamento, sino que posee gran relevancia en el momento actual. Mejor, o peor expresada su crítica, lo cierto es que la barbaridad del sistema de acceso a la función pública no reside solo en el sesgo de clase articulado bajo los patéticos sistemas de oposición, sino que también exige un análisis desde la perspectiva del desempeño de la función, su control deontológico y su propia eficacia. No resulta ya admisible el concepto de propiedad perpetua de la función pública como resultado de un simple examen de “oposición” por muy sádico y brutal que este pueda ser concebido.
Es necesaria una función pública racional; inclusiva; con conocimiento técnico especializado, y congruente con la actividad que desarrolla de servicio público; con funcionarios estructurados, no jerarquizados; independientes del poder político y de las corrientes ideológicas, aunque sometidos a un código deontológico de la función pública; supervisados por estructuras de control profesional con poder suficiente para monitorizar y extirpar las malas prácticas y desactivar los incentivos exógenos de las puertas giratorias. Sólo así podríamos avanzar soltando lastres.
© 210104 PACO MUÑOZ
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