Con la habitual pomposidad medieval en septiembre se abre el nuevo año judicial. La prensa advierte, con cierta benevolencia, que esta vez lo hace en “un contexto de fuerte politización y presión institucional”. Prueba de ello es que hasta el propio Fiscal General del Estado enfrenta una gravísima acusación de la honorable pareja de la ilustrísima presidenta de la Comunidad de Madrid. Procesamiento que parece dar la razón a quienes piensan que, en nuestro país, la justicia no hace política… Pero si estuviere politizada tampoco se notaría mucho, porque nadie lo reconocería salvo –y se escandaliza la prensa–, el presidente de la nación. En cualquier caso, este no es el mayor de los problemas del llamado Poder Judicial.
Algunos insisten en verla como "garante de la democracia," pero la justicia española ha demostrado una genialidad de corte posmoderno; la de deconstruir, meticulosamente, cualquier noción previsible de diligencia y eficiencia institucional. Su mecánica es impecable: lentitud exasperante, falta crónica de medios, politización, procedimientos bizantinos y laberínticos, ausencia de controles externos, e imprevisibilidad, entre otros.
Se trata de un coctel que genera consecuencias nefastas: disparidad de criterios judiciales, inseguridad jurídica, lenguaje críptico y autoritario, impunidad para los poderosos, desprotección y revictimización de los más vulnerables, etc. Y además, ideas sumamente laxas sobre equidad, moral y ética, que en no pocos casos, se observan en sentencias tan sorprendentes que desafían no solo la lógica, sino también el sentido común. ¡Es lo que hay!
La simple sospecha de que nuestra justicia se haya convertido en una caricatura institucional del tren de la bruja de una feria de pueblo, es una imagen que más del 70% de la ciudadanía española retiene en su retina: un artilugio viejo y destartalado que marcha a sacudidas, pilotado por una casta de Darth Vader.
Casta que se siente ungida por una cantata decimonónica –las denominadas “oposiciones”–, por la que algunos creen meritar una extraña mezcla de ínfulas papales y galones de almirantes imperiales. Es esta arrogancia con la que muchos terminan abrazando la «razón impositiva», trastabillando el sagrado ministerio de juzgar por el viejo oficio de someter. Aquí el poder NO emana del pueblo.
El veneno schmittiano
Para algunos juzgar a tiempo completo parece ser un poderoso alucinógeno de dioses. Elevados sobre su monte olímpico, hacen de su ignorancia doctrina, entreverando fondo y forma a fin de amasar una «racionalidad instrumental»: aquella que justifica los medios con el fin de salvaguardar las posiciones de poder radicalmente asimétricas: el status quo.
Es el veneno doctrinal con el que el jurista nazi Carl Schmitt –el del “derecho amigo”–, bautizó la democracia como «la identidad de dominadores y dominados, de gobernantes y gobernados». (C Schmitt Teoría de la constitución, p. 230) «La identidad de la desigualdad»; el oxímoron schmittiano con el que la capacidad de poder produce el derecho. Doctrina que hoy constituye el nuevo evangelio de Trump, Milei, Netanyahu o Putin: la que proclama que el derecho nace del poder bruto.
La última prueba de esta deriva autoritaria en España es la querella contra el emérito formulada por un nutrido grupo de juristas, periodistas e intelectuales, encabezada por Martín Pallín, magistrado emérito del TS, y cuyos argumentos han sido lapidados por el magistrado Manuel Marchena, no con mejores argumentos, sino por el privilegio que le otorga su estatus de poder institucional.
Así, confundiendo la toga con la capa de un lord Sith, Miguel Pasquau, un alto juez del TSJA bendice esta realidad asimétrica en su reciente libro “El oficio de decidir” con una frase que lo sintetiza todo: “… esa decisión [del juez] es la que vale, porque lo ha decidido quién está ahí para hacerlo.” Con esta clarividencia de catedrático y juez, Pasquau –de los considerados progresistas–, proclama así, no sin cierto cinismo, el triunfo de la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón.
Cuando la Ley es lo que dice el juez que es
En la misma línea, el magistrado del TC Sáez Valcárcel, abre la puerta al realismo jurídico norteamericano que postula que el derecho es lo que los jueces hacen en los tribunales. Así durante la presentación del libro de Pasquau en el Instituto Cervantes, Valcárcel en una actitud aparentemente crítica con el sistema, reconoció que: «El derecho no solamente es la norma, sino que es todo lo que se incorpora hasta el resultado, que en este caso debería ser una sentencia». (minuto 30 y ss.)
Esta visión, de raíz pragmática, coincide en sus efectos prácticos con ciertas derivas del decisionismo puro, donde la Ley es, a fin de cuentas, lo que dice el juez que es. Algo de este pragmatismo jurídico «de facto» es el que parece animar la práctica jurídica de jueces tales como Marchena o Peinado, entre otros, cuya búsqueda de un «fallo útil» parece priorizar la efectividad aparente sobre la seguridad jurídica.
Sin embargo, cuando el sistema de garantías judiciales descansa en la misma judicatura –una suerte de corporativismo líquido–, se corre un alto riesgo de socavar los cimientos del Estado de Derecho. Y este se aventura a devenir una mera fachada, donde el imperio de la ley es suplantado por el imperio de los jueces.
Esta impunidad estructural explica que, a pesar de la multitud de errores judiciales que autores como el propio Pasquau reconocen, la prevaricación judicial se diluya en una masa informe que confunde lo banal con lo trascendental. El resultado es la transformación de la prevaricación en una suerte de "rara avis" inasible. ¡Cuestión de óptica!... Sin duda.
Y frente a esta realidad –sin duda trilera–, cabe formularse tres interrogantes preocupantes: ¿Representa esto el mejor sistema judicial posible? ¿Qué distingue fundamentalmente esta práctica de una gestión que podría ser considerada ilegítima, engañosa o abusiva por parte de la institución? ¿Es este el modelo que la ciudadanía –los contribuyentes–, desea sostener con sus impuestos?
El “Poder Oscuro” y la subjetividad trascendental
Queda patente la profunda deriva autoritaria de nuestro sistema judicial hasta el punto de que el ámbito universitario, en su conjunto, rehúye su deconstrucción crítica y estructural. Si bien existen valiosas críticas puntuales a resoluciones concretas —como las de juristas de la talla de Martín Pallín, Pérez Royo o Joaquín Urías—, se constata una alarmante ausencia de análisis de fondo.
La carencia de tesis doctorales, monografías y estudios integrales que examinen tanto la distopía de un poder judicial anquilosado en su arrogancia decimonónica, como el leviatán de una maquinaria legislativa añeja, sesgada y de relativa eficiencia, es en sí misma el síntoma más elocuente del problema.
Esta omisión no es casual: es el reflejo de una estructura de poder que se ha blindado incluso contra el escrutinio intelectual. Una parálisis intelectual que se convierte, así, en el epicentro mismo de la crisis institucional. En ella reside la quintaesencia de ese "Poder Oscuro": un agujero negro que rechaza, neutraliza y desprecia, toda crítica.
La justicia del relato
La racionalidad instrumental no exige certeza en la decisión judicial; le basta con el barniz de la verosimilitud. Es esta lógica la que parece adoptar el juez del TSJA cuando afirma que el valor del juicio reside en «el momento definitivo en la lucha por el relato», añadiendo más adelante que «los hechos son los que son, pero pueden mirarse de manera diferente» (CTXT 13/02/2019).
Con este planteamiento, Pasquau se hunde en una suerte de romanticismo jurídico que recuerda la mirada subjetivista de Fichte. Así, lejos de definir el juicio como una búsqueda de la verdad, lo reduce a un mero concurso de narrativas verosímiles. De este modo, eleva la función judicial a la categoría de una subjetividad trascendental, convirtiendo la perspectiva del juez en la condición última y fundacional de todo el sistema, lo que vacía de contenido objetivo el acto de juzgar.
Pasquau abre así la puerta del precipicio institucional, la del monstruo leviático de Hobbes. De esta manera, la institución que debería consagrarse a la verdad objetiva se ha revelado como la madriguera de su némesis: el escepticismo radical. En su lugar, se impone la indiferencia con la practica de una “justicia del relato”, donde lo cierto se subordina a la narrativa que se impone.
La falsa antinomia del "juez o caos"
En ese contexto, la pretendida disyuntiva de "juez o caos" es falsa y, lejos de fundamentar el Estado Democrático de Derecho, lo destruye. El orden social democrático exige como pilar fundamental la certeza material, no le basta con la verosimilitud, La verosimilitud, cuando se erige como principio de decisión, se convierte en un instrumento de injusticia. En un instrumento del caos.
Si bien es innegable que el modelo del Estado Liberal genera fuertes tensiones entre desiguales, la resolución de éstas a través de decisiones fundadas exclusivamente en la verosimilitud –o conveniencia de parte, que es lo mismo–, no restaura el orden, sino que profundiza la incertidumbre y la deslegitimación institucional. Multiplica el caos socavando la confianza ciudadana.
Es por ello que la función esencial de la jurisdicción no puede limitarse a administrar procedimientos formales, ni a reproducir la apariencia de legalidad. Su razón de ser radica en la búsqueda, y exigencia, de la verdad material, pues sin ella el Derecho queda reducido a una técnica sesgada y el Estado Democrático de Derecho se convierte en un artificio carente de sustancia, y con incentivo de productividad.
Allí donde la justicia renuncia a esa tarea, se instala la impostura: lo verosímil sustituye a lo verdadero, la forma suplanta al fondo, y el ritual jurídico se degrada en rutina burocrática.
Una democracia que tolera este desplazamiento traiciona su propia vocación de servir a la ciudadanía y de sostener una cierta armonía en la sociedad del bienestar. No resuelve el caos; lo multiplica. En definitiva, sin un compromiso honesto con la determinación cierta de la verdad, ni la justicia ni el Estado merecen su nombre. Todo lo demás es un simulacro, una ficción narrativa, un escenario para el aplauso. Puro teatro.
El problema de la teatrocracia judicial
Pero uno de los problemas de esta teatrocracia judicial reside en que el “error” se amalgama, cada vez con mayor frecuencia, con la mera desidia y el cansancio –o agotamiento–, rutinario. Esta combinación enmascara una forma de prevaricación protegida que se expande sin control. Pasquau la evalúa en un 15%, pero esta alarmante tendencia no parece importar a nadie.
El motivo es perverso: toda sentencia, por definición, satisface a una de las partes. La afortunada bendice al sistema, mientras que la perdedora queda instantáneamente desacreditada; sus argumentos son reducidos al crujir de la hojarasca. Y así, con este macabro mecanismo de validación automática, el sistema se autoabsuelve. ¡Fin de la historia!... ¡Que pasen los siguientes!...
Tras las bambalinas de este teatro judicial, el batallón de operadores jurídicos no alza la voz. Su papel se limita a plegarse al paradigma omnipotente del poder establecido, normalizando así la disfuncionalidad de todo el sistema. Son los acólitos de un moderno Coliseo, los sumos monaguillos de un lado oscuro que no discute, sino que acata y factura las decisiones de un poder absoluto. Todo ello, por supuesto, haciendo caja: la auténtica condición sine qua non de este negocio.
Camino hacia una nueva inquisición
Y he aquí la clave: no es una cuestión de medios, sino de rumbo. De nada sirve la nave más lujosa si se navega sin brújula. Nuestro “Poder Oscuro” ni siquiera simula tenerla; le basta con subirnos a su viejo y destartalado tren de feria que, a fin de cuentas, solo da vueltas sobre sí mismo. En este artilugio, los vínculos entre la palabra y la experiencia histórica no buscan la verdad, sino atar –“…y bien atado.”–, cualquier amago de racionalidad ilustrada al único objetivo que persiguen: la obediencia sumisa. ¡Quien se mueva, recibe el escobazo!
Actúan con la misma lógica que condenó a Galileo: él sabía hacia dónde miraba y qué quería encontrar. Sus jueces, en cambio, ni siquiera sabían lo que ignoraban; les bastaba con la «razón impositiva». Condenaron al hombre que perseguía el conocimiento —la realidad real: la verdadera— con el único fin de consagrar la ficción de quienes presumen saberlo todo; el relato pontificio.
He ahí el frío abismo de nuestro “Poder Oscuro”: no yace en una maldad activa, sino en la cómoda y letal arrogancia dogmática de administrar, en exclusiva, la posesión de la verosimilitud absoluta. Una verdad que no exploran, sino que simplemente se apropian de ella como dioses secularizados. Y he aquí el núcleo de la distopía: ¿cómo le dices a un Dios que se equivoca; que no tiene razón? O ¿cuándo un Pontífice divino estaría dispuesto a reconocer que yerra?
¿Existe la izquierda?
Pese a todo el incremento de la desigualdad crónica de España, y pese a todo lo que estamos viendo –y llevamos visto–, en nuestros «palacios de justicia»; no hay facultad, cátedra, ni doctorando universitario que siquiera se plantee el tema del derrumbe institucional de la justicia en España. Nadie identifica anomalías, ni define el rumbo del sistema. Nadie sabe cual es la calidad real de las sentencias. Nadie las estudia en España. Todos bailan la misma música. Nadie aprende de la historia.
En 1840 Tocqueville dijo esto: “cuando el pasado ya no ilumina al futuro, el espíritu camina en la oscuridad” (De la démocratie en Amerique, LR II, pág. 382). Más tarde en 2020 Katarina Pistor afirmaba: «La historia de la esclavitud ilustra el poder (¡no la moralidad!) del código legal para crear y destruir no solo capital, sino también la dignidad humana.» (Katarina Pistor, 2020, p.13).
Es decir: nadie toma perspectiva; no se mira la playa, sino los granos de arena. No se enmarca el contexto, sólo se aporta texto inútil. Los vicios son particulares (la manzana podrida), y las no-virtudes (equivocaciones, errores) se adosan al Estado por falta de medios. Toda crítica oficial se centra en carencias o en errores de detalle, siempre fácil de encontrar. Es decir: se describe la playa por sus granos de arena. Pero ¿qué es una playa?... ¿Qué es la justicia? … ¿Una verdad dialéctica... o un espejismo en el desierto?...
Todo el sistema constituye el ejército del “Poder Oscuro.” Un ejército de doctos parásitos del “pueblo,” que hacen de la palabra y del poder de influencia –el relato–, toda una industria. Una industria más potente que la financiera. La industria del pensamiento único de Darth Vader: la industria de la razón impositiva. El destructor cósmico que navega entre la sospecha y la seducción enviando a los críticos, a los criminales, a los disidentes, a los inmigrantes, a los no-correctos, a los infortunados, a los no–amigos, etc., a un vasto anfiteatro, o coliseo romano donde se celebra una inacabable cacería. ¡Es la jurisprudencia, amigos!
¿Existe la izquierda?