La Calle de Córdoba XXI

martes, 2 de septiembre de 2025

El Oficio de Decidir y el tanteo hacia una nueva inquisición

Con la habitual pomposidad medieval en septiembre se abre el nuevo año judicial. La prensa advierte, con cierta benevolencia, que esta vez lo hace en “un contexto de fuerte politización y presión institucional”. Prueba de ello es que hasta el propio Fiscal General del Estado enfrenta una gravísima acusación de la honorable pareja de la ilustrísima presidenta de la Comunidad de Madrid. Procesamiento que parece dar la razón a quienes piensan que, en nuestro país, la justicia no hace política… Pero si estuviere politizada tampoco se notaría mucho, porque nadie lo reconocería salvo –y se escandaliza la prensa–, el presidente de la nación. En cualquier caso, este no es el mayor de los problemas del llamado Poder Judicial.

Algunos insisten en verla como "garante de la democracia," pero la justicia española ha demostrado una genialidad de corte posmoderno; la de deconstruir, meticulosamente, cualquier noción previsible de diligencia y eficiencia institucional. Su mecánica es impecable: lentitud exasperante, falta crónica de medios, politización, procedimientos bizantinos y laberínticos, ausencia de controles externos, e imprevisibilidad, entre otros. 

Se trata de un coctel que genera consecuencias nefastas: disparidad de criterios judiciales, inseguridad jurídica, lenguaje críptico y autoritario, impunidad para los poderosos, desprotección y revictimización de los más vulnerables, etc. Y además, ideas sumamente laxas sobre equidad, moral y ética, que en no pocos casos, se observan en sentencias tan sorprendentes que desafían no solo la lógica, sino también el sentido común. ¡Es lo que hay!

La simple sospecha de que nuestra justicia se haya convertido en una caricatura institucional del tren de la bruja de una feria de pueblo, es una imagen que más del 70% de la ciudadanía española retiene en su retina: un artilugio viejo y destartalado que marcha a sacudidas, pilotado por una casta de Darth Vader. 

Casta que se siente ungida por una cantata decimonónica –las denominadas “oposiciones”–, por la que algunos creen meritar una extraña mezcla de ínfulas papales y galones de almirantes imperiales. Es esta arrogancia con la que muchos terminan abrazando la «razón impositiva», trastabillando el sagrado ministerio de juzgar por el viejo oficio de someter. Aquí el poder NO emana del pueblo.

El veneno schmittiano

Para algunos juzgar a tiempo completo parece ser un poderoso alucinógeno de dioses. Elevados sobre su monte olímpico, hacen de su ignorancia doctrina, entreverando fondo y forma a fin de amasar una «racionalidad instrumental»: aquella que justifica los medios con el fin de salvaguardar las posiciones de poder radicalmente asimétricas: el status quo.

Es el veneno doctrinal con el que el jurista nazi Carl Schmitt –el del “derecho amigo”–, bautizó la democracia como «la identidad de dominadores y dominados, de gobernantes y gobernados». (C Schmitt Teoría de la constitución, p. 230) «La identidad de la desigualdad»; el oxímoron schmittiano con el que la capacidad de poder produce el derecho. Doctrina que hoy constituye el nuevo evangelio de Trump, Milei, Netanyahu o Putin: la que proclama que el derecho nace del poder bruto.

La última prueba de esta deriva autoritaria en España es la querella contra el emérito formulada por un nutrido grupo de juristas, periodistas e intelectuales, encabezada por Martín Pallín, magistrado emérito del TS, y cuyos argumentos han sido lapidados por el magistrado Manuel Marchena, no con mejores argumentos, sino por el privilegio que le otorga su estatus de poder institucional. 

Así, confundiendo la toga con la capa de un lord Sith, Miguel Pasquau, un alto juez del TSJA bendice esta realidad asimétrica en su reciente libro “El oficio de decidir” con una frase que lo sintetiza todo: “… esa decisión [del juez] es la que vale, porque lo ha decidido quién está ahí para hacerlo.” Con esta clarividencia de catedrático y juez, Pasquau –de los considerados progresistas–, proclama así, no sin cierto cinismo, el triunfo de la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón. 

Cuando la Ley es lo que dice el juez que es

En la misma línea, el magistrado del TC Sáez Valcárcel, abre la puerta al realismo jurídico norteamericano que postula que el derecho es lo que los jueces hacen en los tribunales. Así durante la presentación del libro de Pasquau en el Instituto Cervantes, Valcárcel en una actitud aparentemente crítica con el sistema, reconoció que: «El derecho no solamente es la norma, sino que es todo lo que se incorpora hasta el resultado, que en este caso debería ser una sentencia». (minuto 30 y ss.) 

Esta visión, de raíz pragmática, coincide en sus efectos prácticos con ciertas derivas del decisionismo puro, donde la Ley es, a fin de cuentas, lo que dice el juez que es. Algo de este pragmatismo jurídico «de facto» es el que parece animar la práctica jurídica de jueces tales como Marchena o Peinado, entre otros, cuya búsqueda de un «fallo útil» parece priorizar la efectividad aparente sobre la seguridad jurídica.

Sin embargo, cuando el sistema de garantías judiciales descansa en la misma judicatura –una suerte de corporativismo líquido–, se corre un alto riesgo de socavar los cimientos del Estado de Derecho. Y este se aventura a devenir una mera fachada, donde el imperio de la ley es suplantado por el imperio de los jueces. 

Esta impunidad estructural explica que, a pesar de la multitud de errores judiciales que autores como el propio Pasquau reconocen, la prevaricación judicial se diluya en una masa informe que confunde lo banal con lo trascendental. El resultado es la transformación de la prevaricación en una suerte de "rara avis" inasible. ¡Cuestión de óptica!... Sin duda. 

Y frente a esta realidad –sin duda trilera–, cabe formularse tres interrogantes preocupantes: ¿Representa esto el mejor sistema judicial posible? ¿Qué distingue fundamentalmente esta práctica de una gestión que podría ser considerada ilegítima, engañosa o abusiva por parte de la institución? ¿Es este el modelo que la ciudadanía –los contribuyentes–, desea sostener con sus impuestos?

El “Poder Oscuro” y la subjetividad trascendental

Queda patente la profunda deriva autoritaria de nuestro sistema judicial hasta el punto de que el ámbito universitario, en su conjunto, rehúye su deconstrucción crítica y estructural. Si bien existen valiosas críticas puntuales a resoluciones concretas —como las de juristas de la talla de Martín Pallín, Pérez Royo o Joaquín Urías—, se constata una alarmante ausencia de análisis de fondo. 

La carencia de tesis doctorales, monografías y estudios integrales que examinen tanto la distopía de un poder judicial anquilosado en su arrogancia decimonónica, como el leviatán de una maquinaria legislativa añeja, sesgada y de relativa eficiencia, es en sí misma el síntoma más elocuente del problema. 

Esta omisión no es casual: es el reflejo de una estructura de poder que se ha blindado incluso contra el escrutinio intelectual. Una parálisis intelectual que se convierte, así, en el epicentro mismo de la crisis institucional. En ella reside la quintaesencia de ese "Poder Oscuro": un agujero negro que rechaza, neutraliza y desprecia, toda crítica.

La justicia del relato

La racionalidad instrumental no exige certeza en la decisión judicial; le basta con el barniz de la verosimilitud. Es esta lógica la que parece adoptar el juez del TSJA cuando afirma que el valor del juicio reside en «el momento definitivo en la lucha por el relato», añadiendo más adelante que «los hechos son los que son, pero pueden mirarse de manera diferente» (CTXT 13/02/2019). 

Con este planteamiento, Pasquau se hunde en una suerte de romanticismo jurídico que recuerda la mirada subjetivista de Fichte. Así, lejos de definir el juicio como una búsqueda de la verdad, lo reduce a un mero concurso de narrativas verosímiles. De este modo, eleva la función judicial a la categoría de una subjetividad trascendental, convirtiendo la perspectiva del juez en la condición última y fundacional de todo el sistema, lo que vacía de contenido objetivo el acto de juzgar.

Pasquau abre así la puerta del precipicio institucional, la del monstruo leviático de Hobbes. De esta manera, la institución que debería consagrarse a la verdad objetiva se ha revelado como la madriguera de su némesis: el escepticismo radical. En su lugar, se impone la indiferencia con la practica de una “justicia del relato”, donde lo cierto se subordina a la narrativa que se impone.

La falsa antinomia del "juez o caos"

En ese contexto, la pretendida disyuntiva de "juez o caos" es falsa y, lejos de fundamentar el Estado Democrático de Derecho, lo destruye. El orden social democrático exige como pilar fundamental la certeza material, no le basta con la verosimilitud, La verosimilitud, cuando se erige como principio de decisión, se convierte en un instrumento de injusticia. En un instrumento del caos.

Si bien es innegable que el modelo del Estado Liberal genera fuertes tensiones entre desiguales, la resolución de éstas a través de decisiones fundadas exclusivamente en la verosimilitud –o conveniencia de parte, que es lo mismo–, no restaura el orden, sino que profundiza la incertidumbre y la deslegitimación institucional. Multiplica el caos socavando la confianza ciudadana.

Es por ello que la función esencial de la jurisdicción no puede limitarse a administrar procedimientos formales, ni a reproducir la apariencia de legalidad. Su razón de ser radica en la búsqueda, y exigencia, de la verdad material, pues sin ella el Derecho queda reducido a una técnica sesgada y el Estado Democrático de Derecho se convierte en un artificio carente de sustancia, y con incentivo de productividad.

Allí donde la justicia renuncia a esa tarea, se instala la impostura: lo verosímil sustituye a lo verdadero, la forma suplanta al fondo, y el ritual jurídico se degrada en rutina burocrática. 

Una democracia que tolera este desplazamiento traiciona su propia vocación de servir a la ciudadanía y de sostener una cierta armonía en la sociedad del bienestar. No resuelve el caos; lo multiplica. En definitiva, sin un compromiso honesto con la determinación cierta de la verdad, ni la justicia ni el Estado merecen su nombre. Todo lo demás es un simulacro, una ficción narrativa, un escenario para el aplauso. Puro teatro.

El problema de la teatrocracia judicial

Pero uno de los problemas de esta teatrocracia judicial reside en que el “error” se amalgama, cada vez con mayor frecuencia, con la mera desidia y el cansancio –o agotamiento–, rutinario. Esta combinación enmascara una forma de prevaricación protegida que se expande sin control. Pasquau la evalúa en un 15%, pero esta alarmante tendencia no parece importar a nadie. 

El motivo es perverso: toda sentencia, por definición, satisface a una de las partes. La afortunada bendice al sistema, mientras que la perdedora queda instantáneamente desacreditada; sus argumentos son reducidos al crujir de la hojarasca. Y así, con este macabro mecanismo de validación automática, el sistema se autoabsuelve. ¡Fin de la historia!... ¡Que pasen los siguientes!...

Tras las bambalinas de este teatro judicial, el batallón de operadores jurídicos no alza la voz. Su papel se limita a plegarse al paradigma omnipotente del poder establecido, normalizando así la disfuncionalidad de todo el sistema. Son los acólitos de un moderno Coliseo, los sumos monaguillos de un lado oscuro que no discute, sino que acata y factura las decisiones de un poder absoluto. Todo ello, por supuesto, haciendo caja: la auténtica condición sine qua non de este negocio.

Camino hacia una nueva inquisición

Y he aquí la clave: no es una cuestión de medios, sino de rumbo. De nada sirve la nave más lujosa si se navega sin brújula. Nuestro “Poder Oscuro” ni siquiera simula tenerla; le basta con subirnos a su viejo y destartalado tren de feria que, a fin de cuentas, solo da vueltas sobre sí mismo. En este artilugio, los vínculos entre la palabra y la experiencia histórica no buscan la verdad, sino atar –“…y bien atado.”–, cualquier amago de racionalidad ilustrada al único objetivo que persiguen: la obediencia sumisa. ¡Quien se mueva, recibe el escobazo!

Actúan con la misma lógica que condenó a Galileo: él sabía hacia dónde miraba y qué quería encontrar. Sus jueces, en cambio, ni siquiera sabían lo que ignoraban; les bastaba con la «razón impositiva». Condenaron al hombre que perseguía el conocimiento —la realidad real: la verdadera— con el único fin de consagrar la ficción de quienes presumen saberlo todo; el relato pontificio. 

He ahí el frío abismo de nuestro “Poder Oscuro”: no yace en una maldad activa, sino en la cómoda y letal arrogancia dogmática de administrar, en exclusiva, la posesión de la verosimilitud absoluta. Una verdad que no exploran, sino que simplemente se apropian de ella como dioses secularizados. Y he aquí el núcleo de la distopía: ¿cómo le dices a un Dios que se equivoca; que no tiene razón? O ¿cuándo un Pontífice divino estaría dispuesto a reconocer que yerra?

¿Existe la izquierda?

Pese a todo el incremento de la desigualdad crónica de España, y pese a todo lo que estamos viendo –y llevamos visto–, en nuestros «palacios de justicia»; no hay facultad, cátedra, ni doctorando universitario que siquiera se plantee el tema del derrumbe institucional de la justicia en España. Nadie identifica anomalías, ni define el rumbo del sistema. Nadie sabe cual es la calidad real de las sentencias. Nadie las estudia en España. Todos bailan la misma música. Nadie aprende de la historia.

En 1840 Tocqueville dijo esto: “cuando el pasado ya no ilumina al futuro, el espíritu camina en la oscuridad” (De la démocratie en Amerique, LR II, pág. 382). Más tarde en 2020 Katarina Pistor afirmaba: «La historia de la esclavitud ilustra el poder (¡no la moralidad!) del código legal para crear y destruir no solo capital, sino también la dignidad humana.» (Katarina Pistor, 2020, p.13).

Es decir: nadie toma perspectiva; no se mira la playa, sino los granos de arena. No se enmarca el contexto, sólo se aporta texto inútil. Los vicios son particulares (la manzana podrida), y las no-virtudes (equivocaciones, errores) se adosan al Estado por falta de medios. Toda crítica oficial se centra en carencias o en errores de detalle, siempre fácil de encontrar. Es decir: se describe la playa por sus granos de arena. Pero ¿qué es una playa?... ¿Qué es la justicia? … ¿Una verdad dialéctica... o un espejismo en el desierto?... 

Todo el sistema constituye el ejército del “Poder Oscuro.” Un ejército de doctos parásitos del “pueblo,” que hacen de la palabra y del poder de influencia –el relato–, toda una industria. Una industria más potente que la financiera. La industria del pensamiento único de Darth Vader: la industria de la razón impositiva. El destructor cósmico que navega entre la sospecha y la seducción enviando a los críticos, a los criminales, a los disidentes, a los inmigrantes, a los no-correctos, a los infortunados, a los no–amigos, etc., a un vasto anfiteatro, o coliseo romano donde se celebra una inacabable cacería. ¡Es la jurisprudencia, amigos!

¿Existe la izquierda?

2509021650 PACO MUÑOZ




domingo, 13 de julio de 2025

Pasquau y la justicia del camaleón: ¿Quién mató a Montesquieu?

Concluiremos aquí la reseña del libro del magistrado del TSJA Miguel Pasquau El oficio de decidir, dudas y certezas de un juez en activo (Debate, mayo 2025). La primera parte del análisis (1) terminaba así: «Poder judicial o caos. Esto es lo que hay. Para Pasquau la palabra del juez es sagrada «… esa decisión es la que vale … porque lo ha decidido quien está ahí para hacerlo» (p. 246).» 

Esta contundente afirmación —respaldada por una doctrina tan ingeniosa como funcional que traslada la carga del error judicial desde quien lo comete hacia quien lo sufre—, diluye con elegante humanismo los límites constitucionales del debido sometimiento a la ley. «Es un oficio –escribe el alto magistrado–, en el que la posibilidad de error es muy grande» (p. 227). El concepto de “error” en El Oficio de decidir se erige como la clave de bóveda que sostiene, y puede encubrir, la discrecionalidad de la voluntad judicial. 

Discrecionalidad que –entre dudas y certezas–, nos enfrenta a la más inquietante de las paradojas: la de una infalibilidad judicial moldeada con insólita flexibilidad y creatividad, para encubrir el fracaso estructural –falta de neutralidad y voluntarismo–, de la justicia española bajo la coartada de un factor humano tan negligente como impune. Ninguna negligencia merece indulgencia en un Estado de Derecho. Veamos:

¿Qué es el fracaso? 

Puede ser muchas cosas, pero sin duda es lo que no es. Parece que es algo semejante a la llama donde las expectativas se transforman en cenizas dejando su sombra como recordatorio de lo que pudo ser. Lo puedes sufrir, como El Quijote, experimentando una y otra vez la vacuidad de tus esfuerzos, o como el mito de Sísifo de Camus elevando el fracaso a una condición absurda pero rebelde. 

En la filosofía estoica el fracaso no es el fin, sino el medio por el cual se activa la capacidad de reinventarse tras la adversidad. No es una ruina, sino el umbral necesario; el fuego que forja la reinvención. Esta noción no es nueva. Se remonta al Bennu egipcio, ave solar cuyo vuelo marcaba los ciclos de crecida del Nilo y renacimiento cósmico. 

Los griegos transmutaron este símbolo en el Fénix —el ave mitológica que resurge de sus cenizas—, estableciendo así una metafísica del eterno retorno donde la destrucción se vuelve gestación. Es lo que hoy se justifica bajo el concepto de la destrucción creativa. Más tarde el cristianismo consumó esta alegoría. 

Sin Cruz no hay Dios

Al vincular las cenizas del Fénix con la resurrección de Cristo, los cristianos tejieron un relato donde el sufrimiento adquiere el don de la redención. Así, lo que en el estoicismo era herramienta de resiliencia individual, en manos del poder de Roma se convirtió en la maquinaria de opresión perfecta: si toda caída contiene el germen de un renacimiento, ¿qué violencia no puede excusarse en nombre de un futuro glorioso? La respuesta está en la cruz. Sin cruz, no hay Dios. O lo que es lo mismo en versión laica; sin cadalso no hay poder, y sin miedo no hay sometimiento.

Pero aquí yace la paradoja esencial. El simbolismo redentor, concebido para aliviar el sufrimiento humano, ha sido sistemáticamente pervertido por los mecanismos del poder. Una contradicción que se manifiesta con crudeza en la historia de los símbolos: así, la cruz, emblema de sacrificio redentor no solo ondeó en los estandartes de las cruzadas, sino que renace constantemente bajo múltiples formas, y sirve todavía hoy –en Gaza, Ucrania, etc.–, para santificar imperios construidos sobre huesos. 

Esta es la ironía última: el mismo símbolo que en el estoicismo enseñaba la superación personal, y en el cristianismo primitivo prometía liberación, ha sido vaciado de su potencial emancipador para convertirse en instrumento de control y sometimiento. El mito ya no opera como consuelo, sino como mecanismo de perpetuación del poder. Mecanismo que disfraza de justicia lo que es pura coerción a través de un oficio que con frecuencia invoca derechos universales aplicando dobles raseros en nombre de un Rey (el status quo).

El Fénix estoico que enseñaba superación personal ahora justifica la precariedad como "oportunidad". El mito ya no libera: obliga a los quemados a celebrar su propio incendio a golpe de sentencia mientras los pirómanos dictan el ritmo del renacer; el ritmo y dirección del “progreso”. ¡No hay prevaricación, hay errores! La verdadera lección no es la resiliencia, sino cómo el poder convierte incluso la esperanza de justicia en instrumento de dominio. 

El espectáculo pirotécnico

Vivimos en un tiempo de sombras donde nada es lo que debía ser, ni siquiera por aproximación. La libertad es el privilegio propio de la élite a la que «le gusta la fruta». La justicia, que debería ser faro de equidad y armonía social, se ha convertido en un laberinto de intereses donde la ley ya no protege al ciudadano, sino que lo somete al orden del establishment

Los medios amplifican esta realidad de sombras y los principios que un día se erigieron como pilares del derecho hoy se tambalean bajo el peso de la hipocresía con un lenguaje que se pervierte. La imparcialidad es la caricatura jurídica del dios Jano: ambigua, bifronte y siempre mirando en direcciones opuestas. Y tras la máscara de la neutralidad del Poder Judicial asoma el rostro del privilegio. Esto no son datos de progreso, sino indicios de hundimiento; síntomas de implosión institucional. 

En un escenario de sombras, nuestra democracia se ha convertido en un espectáculo pirotécnico; todo estruendo mediático, cero sustancias. Es el reality show definitivo, con un parlamento convertido en caja de Pandora escupiendo odio a borbotones mientras los brujos de turno –tertulianos, periodistas, expresidentes, politólogos, académicos, juristas, etc.– lanzan pócimas mágicas al auditorio en busca y captura del trending topic, audiencias millonarias y percentiles estadísticos. Tras el decorado de la objetividad, la información se ha convertido en un activo financiero que cotiza al alza en el mercado de las influencias. Un negocio turbio donde las verdades incómodas para el establishment no cotizan y la crítica es una farsa al tiempo que los bulos estratégicos alcanzan máximos históricos en la bolsa de la manipulación.

¿Qué es la realidad?

La idea de “la vida es un teatro” —o su variante, “el mundo es un escenario”— constituye un tópico literario recurrente en la tradición española. Conocido como theatrum mundi, este concepto hunde sus raíces en la mitología clásica y en autores como Séneca, para luego cristalizar en el Barroco con El gran teatro del mundo (1633) de Calderón de la Barca. En este auto sacramental, Dios asume el rol de director, mientras los seres humanos interpretan personajes efímeros; reyes, mendigos, ricos o pobres. Más tarde, la metáfora teatral se revitaliza en el siglo XX con el sociólogo Erving Goffman, quien en La presentación de la persona en la vida cotidiana (1959) describe la vida social como un mosaico de actuaciones. Idea que también ha influido en pensadores y creadores españoles contemporáneos: desde el análisis del poder performativo en Comunicación y poder (2009) de Manuel Castells, hasta la reflexión sobre la identidad como construcción artificial en Autoconstrucción (2015) de Jorge Riechmann. 

Pero si el teatro calderoniano denunciaba la vanidad de los roles sociales; nuestro drama contemporáneo desvela una perversión aun más sutil: la fusión entre personaje y persona, entre careta y "convicciones". ¿Convicciones?... Las que el guion tolere. ¡Son elásticas! La máscara ya no se porta; es epidermis social. Vivimos como ficciones que se creen sustancia; sombras en el muro de la caverna que respiran bajo el axioma de los tres tantos: tanto tienes, tanto vales y tanto puedes. Así, esta oscuridad del siglo XXI nos enfrenta a una pregunta radical: ¿Qué es la realidad cuando las narrativas personales, políticas, mediáticas, y hasta jurídicas, compiten en un mercado de verdades a la carta?

Occidente, antaño faro de la razón, hoy surca mares de incertidumbre donde el relato domina sobre los hechos y el pensamiento se reduce a la mera utilidad. Con Kant (siglo XVIII) la verdad estaba ligada al ámbito teórico de la razón, lo que permitía poder determinarla objetivamente. La lógica tradicional bipolar –verdadero/falso–, duró poco, apenas dos siglos. Una tercera categoría, líquida y maleable, se impuso gradualmente forjando el territorio de lo ambiguo: ese espacio liminal donde verdad y mentira se mezclan en la coctelera del oportunismo y la conveniencia. Categoría que se ha hecho fuerte en la coctelera tanto de la prensa como de la jurisdicción española. La cuestión es; ¿De qué color es un camaleón? 

El camaleón como paradigma del Poder Judicial

Pero si “la verdad ha dejado de importar” como señala A. Marcos (2019, 312), entonces desaparece cualquier noción de realidad como sistema común de referencia, y hablar de sesgos pierde todo sentido. Este es el contexto en el que aparece el libro de Pasquau –El oficio de decidir, dudas y certezas de un juez en activo. ¿Certezas?, no sin dificultad, ya que el propio Pasquau reconoce la alta presencia del “error humano.” Otro autor M. Ferraris (2019,23) es más concreto y agudo: «No existen hechos, solo interpretaciones».

Entre tanta interpretación, la analogía del camaleón resulta paradigmática: ¿puede una criatura cuya esencia es la adaptación al medio –a lo que hay–, representar la honestidad? En sede judicial, esta pregunta trasciende lo filosófico para convertirse en un problema práctico. La respuesta nunca podrá ser objetiva, solo “jurídicamente” válida, lo que explica la crisis actual: cuando las convicciones (siempre subjetivas) reemplazan a los hechos (en teoría objetivos), el contrato social se resquebraja. 

Las certezas de Pasquau se cuecen en el horno de leña de Heráclito; «Los juicios son una fabulosa disputa entre la sospecha y la convicción» (p.138), pero sin contrarios. La disputa –el juicio–, se libra en el interior de su propia psique. Es un hecho íntimo –freudiano–, que transcurre entre las siguientes etapas: «Las sospechas que se convierten en indicios, los indicios que se convierten en pruebas, las pruebas que se convierten en condena ...) (p.131). 

El capítulo 10 es un capítulo asombroso que va desde la técnica detectivesca del Hércules Poirot de Agatha Christie hasta el rescate de la antropología criminal del siglo XIX de Cesare Lombroso, reencarnado en el TSJA por un tal «R.» (p.137) que se hace eco del determinismo lombrosiano donde el cuerpo es leído como prueba previa de culpabilidad. Hecho lamentable en el libro; tanto como caricatura de «R.», como posibilidad de certeza discriminatoria en el TSJA.

Doctrina que –a mayor abundamiento–, Pasquau actualiza con la IA fisionómica haciéndose eco de los resultados del estudio “Automated Inference on Criminality using Face Images” de la Universidad de Shanghai en 2016, por el que un algoritmo lograba una precisión del 89.5% en la identificación, por sus rasgos faciales, de personas condenadas. Más adelante Pasquau establece que «La estadística suele responder a buenas razones» (p.138). Así, frente a la duda, cabría aquí preguntar si la caricatura de «R.» era porque no creía en el determinismo lombrosiano, o si creyendo, le parecía terriblemente cómica la convicción de «R.» pese a las estadísticas de confirmación de la IA fisionómica que cita.

¿Quién mató a Montesquieu?

La clásica teoría de Montesquieu (1748) sobre la necesaria contención recíproca de los poderes del Estado como antídoto contra la tiranía –piedra angular del constitucionalismo liberal–, muestra su insuficiencia teórica ante la realidad política y social de la españa contemporánea, donde el poder judicial, concebido originariamente como tercer poder, aspira a erigirse en instancia suprema de control sobre las competencias del legislativo y del ejecutivo, trastocando así el equilibrio institucional previsto en la arquitectura democrática. Así, cuando el poder judicial aspira a ser hegemónico —fiscalizando no solo la legalidad sino el mérito político de leyes y gobiernos—, la división de poderes deviene mera ficción jurídica.

Como ya señalara Donald Rumsfeld (2002) repensando a Aristóteles, nuestro verdadero peligro no yace en lo que desconocemos, sino en aquellas sombras cuya existencia ni siquiera sospechamos. He aquí la paradoja del régimen del 78 desde Suarez y Felipe González hasta hoy: en España anhelamos justicia en un mundo donde cada convicción judicial es, en el fondo, un acto de fe en lo invisible.

¿Prevarican los camaleones? … ¡That is the question!

250713 1133 PACO MUÑOZ

(1) https://rebelion.org/el-oficio-de-decidir-y-la-tirania-judicial-del-15-por-ciento/ 


sábado, 21 de junio de 2025

El oficio de decidir y la tiranía judicial del 15 por ciento

 

La literatura ha funcionado históricamente como contraluz de la justicia, desvelando sus sombras: jueces corruptos, arbitrarios, serviles al poder o deshumanizados. Desde la sátira feroz de Quevedo en el siglo XVII —que retrataba tribunales donde el oro pesaba más que la ley—, hasta el laberinto kafkiano donde el proceso judicial es una pesadilla opaca, pasando por la advertencia ilustrada de Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748) contra la tiranía judicial de jueces que usurpan el rol de acusadores y verdugos, estos textos exponen una desconfianza ancestral hacia quienes administran la ley.

Este es un problema de larga data que llega hasta hoy en pleno siglo XXI. Se trata de un oficio donde cada vez más, parece que las sombras eclipsan las virtudes bajo tupidos «velos», y que en España configura una institución deformada, y desgastada tras la fachada de aparente legalidad, por una mezcla meticulosa de nepotismo clasista, mediocridad ritualizada y una rutina jurisprudencial centenaria y esclerótica. Un oficio más preocupado por preservar sus rituales que por impartir equidad.

Juan José Millas, en su novela “Que nadie duerma” (2018), la denomina una “maquina absurda que devora a las personas.” Otros observadores la llaman «el país real». Realismo donde los jueces se “manifiestan” contra las leyes progresistas mientras aplican diligentemente leyes injustas con la autoridad del derecho. O, dicho con más solemnidad formalista: con «neutralidad», «independencia» y «equidad».

Pese a ese profundo descrédito que tiene la justicia española en un mundo tóxico cada día más polarizado, y donde la credibilidad de la justicia se desmorona entre sospechas y certezas, el «alto» magistrado del TSJA de Granada Miguel Pasquau (Úbeda, 1959) ––un juez valiente “por casualidad”; progresista, «aunque no del todo»; novelista entre auto y auto; catedrático entre sentencia y sentencia; y mediático por pura vocación de oficio––, acaba de publicar el libro El oficio de decidir, dudas y certezas de un juez en activo (Debate, mayo 2025). 

Un poco afectado por los “defectos” ––errores––, de la justicia y vagamente inquieto por su bienestar moral Pasquau acomete una suerte de tratado forense en el que practica una disección psíquica del oficio judicial con bisturí tan ambiguo como contradictorio. Se trata de una autopsia insólita que el lector no debe despachar a la ligera: no en vano un juez del propio TSJA reconoce con solemne indiferencia, que, al menos, un 15 % de los ciudadanos que acuden en busca de justicia en España son sacrificados gratuitamente. ¡Es lo que hay! Nuestra “excelencia judicial” no da para más. Razón por la que el libro El oficio de decidir, aspira a rescatar a la «manera moderna» ––y retórica vintage––, ideas de tiempos remotos, en línea con la ola de autoritarismo que recorre hoy buena parte del mundo occidental.

La reencarnación, o de cómo evaporar certezas

Entre un idealismo formalista y un realismo forzado, el juez Miguel Pasquau reconoce en su libro que «tenemos un problema de legitimación, […] El descrédito produce desapego ciudadano» (p. 194). Pero Pasquau ––que es un ferviente defensor de los valores cristianos––, también es un maestro de la ambigüedad poética: «¿Hay lawfare en España? Contestar sí o no es como creer o no creer en la reencarnación.» (p. 181). Ciertamente hay que reconocerle que tiene habilidad para evaporar certezas.

La justicia es lenta, si, pero la productividad de Miguel Pasquau es milagrosa; parece no conocer tregua, y hasta lo contradictorio puede conjugarse en perfecto gerundio. Profesa el formalismo jurídico (derecho como sistema autónomo) salpimentado de garantismo jurídico (Ferrajoli), lo que implica una perspectiva conservadora o liberal-legalista de progresismo intermitente a conveniencia. 

En su libro, Pasquau se desliza por momentos básicos del oficio tales como la sala de vistas (p.25); la deliberación con sus sesgos, «Sí, es verdad que lo habitual es decidir el fallo y luego «vestirlo» de razones…» (p. 40); la íntima convicción donde «lo grave para el sistema no es un error judicial, sino la incapacidad de identificarlo y reconocerlo…» (p.47). Etc.

Metido en el meollo del oficio de decidir, Pasquau se cuida bien de disociar el delito de la prevaricación del uso alternativo del derecho o «lawfare»: ––«El problema no es que los jueces tengan ideología, sino si son o no capaces, y hasta qué punto, de embridarla en razones jurídicas honestas y cabales.» (p. 187)––. En el oficio de juez lo esencial es dominar el arte de la argumentación. No importa tanto que el prejuicio se vista de doctrina y el voluntarismo se disfrace de silogismo perfumado con jurisprudencia… Para Pasquau la prevaricación judicial sigue siendo el delito fantasma ––de escasa relevancia, y marginal––, cometido sólo por unos «versos sueltos» (p. 189) o «jueces singulares o francotiradores» (p.189).

Las palabras y los burladeros retóricos

Pero empecemos por el principio: ¿acaso las palabras importan? Lo preguntó Orwell mientras borraba capítulos enteros. Lo susurró Kafka al quemar manuscritos. Lo negó Neruda mientras firmaba ejemplares con una mano y cartas de amor con la otra. Pero hoy, en la era del algoritmo y el postureo tertuliano, las palabras son moneda de cambio. 

Sin embargo, cuando Pasquau afirma que «Las sentencias se expresan con palabras escritas» (p. 148), el magistrado del TSJA parece “ignorar” que lo que se calla es tan importante como lo que se dice. Así el mito de la «economía argumentativa» (p.152), en la motivación judicial puede servir también para ocultar el recorte interesado de perspectivas.

El oficio de decidir, es un libro que se propone «convencer» (p.148) premiando la forma sobre el fondo en un afanado intento de consolar conciencias penitentes ignorando que una sentencia puede ser impecable en forma y aberrante en contenido. Pasquau idealiza el papel del juez reduciendo los mecanismos perversos del sistema judicial a simples “errores” o simples pecados veniales de la «acomodación rutinaria» o los «burladeros retóricos» (p. 109), fruto de «…la falta de tiempo de la falta de medios…» (p, 245). Minucias que en modo alguno precipitan al abismo de la prevaricación judicial. O dicho en las palabras mas bondadosas del prólogo: «… asuntos en los que irregularidades, descuidos o malas prácticas judiciales se aproximan a la delgada línea que separa lo simplemente disfuncional de lo delictivo.» (p. 15).

Más adelante Pasquau se ve a sí mismo como un faro que alumbra: «Me miro a mí mismo en este libro, y luego observo a mi alrededor» (p.21). No resulta extraño, pues, que se autodefina como «un juez atípico» (p.21). Y seguidamente afirma que «Son muchas denuncias y querellas, la mayoría de las veces infundadas, interpuestas por quienes se consideran defraudados, descontentos o perjudicados por decisiones judiciales.» (p.22) Pero no importa lo que digan los justiciables, porque seguidamente Pasquau aflora la idea del “juez Hércules” de Dworkin y proclama la sacrosanta heroicidad “Gary Cooper” del juez: «… la del juez que llega a un juzgado donde habrá de enfrentarse, él solo, a una enorme diversidad de conflictos «en bruto», sin tiempo para prestar la atención a cada asunto.» (p. 22).

El formalismo judicial

No se trata de citas puntuales, sino de ideas fuerza que revolotean a lo largo y ancho del libro, porque «El oficio de decidir» es una obra maestra tanto del romanticismo ingenuo e idealista, como de la ambigüedad milimétricamente calculada. El libro huye del realismo jurídico para refugiarse en el formalismo como instrumento de dominación. Idealiza la imparcialidad como virtud personal ocultando que la misma reproduce las desigualdades sociales y consagra el abuso bajo la paradoja de la neutralidad.

Una lectura atenta del capítulo 7 nos detiene frente a la sentencia dictada el 21 de mayo de 2019 contra E. y R., una joven pareja indigente de Málaga, condenada por homicidio imprudente agravado por parentesco tras la muerte de su hija de tres meses. La causa fundamental: una malnutrición severa. Según el relato, «echaron más agua que polvo, quizá para ahorrar, y desnutrieron al bebé, pero no supieron que lo estaban matando poco a poco» (p. 91).

Sin embargo, ni en la sentencia judicial ni en el libro se recogen ciertos detalles potencialmente relevantes relativos a la causa de la malnutrición. Es decir, al tipo de “polvos” nutricionales usados, o respecto a la razón de la disolución en exceso de la concentración nutritiva de esos polvos. Detalles cuya omisión plantea interrogantes incómodos: ¿Por qué ningún tribunal valoró el origen de esas disoluciones ni con qué tipo de polvo alimentario actuaron E. y R.? ¿Realmente desnutrieron al bebé “quizá para ahorrar”? ¿Compraban E. y R. los “polvos”, o los recibían de la beneficencia? ¿Fue realmente negligencia criminal o, quizás, el resultado de un sistema que abandonó a una joven familia indigente en la miseria?

Estas omisiones no son menores: pueden transformar un escenario de extrema precariedad en un relato de culpabilidad individual. En otras palabras, esa pretendida “justicia poética” conduce fácilmente a convertir una tragedia social en delito penal. Y, como suele suceder, la ecuación resulta tan espeluznante como simple: [ignorancia + pobreza] = culpabilidad garantizada. ¿Error judicial, falta de diligencia, o algo más grave…?

Nunca lo sabremos, aunque más adelante, en el capítulo 18 dedicado a la prevaricación judicial ––el delito imposible––, el magistrado del TSJA admite que «Errores judiciales hay; muchos.» (p. 227) para luego insistir en que «… la sensación es que hay un abuso de las querellas contra jueces.» (p. 228). O lo que es lo mismo, que un juez rara vez enfrenta consecuencias por errores graves. Circunstancia que normaliza reivindicando que «También en esto hay un porcentaje de error.» (p. 228). Así, en la judicatura, solo importa la intención, no el daño causado. Es como si un médico solo fuera sancionado por matar a un paciente dejando un bisturí en su interior, pero no por un diagnóstico temerario. Pasquau "comprende" al juez ––«Es un oficio en el que la posibilidad de error es muy grande» (p. 227)––, pero no al ciudadano que sufre las consecuencias. En medicina, un error grave puede costar la inhabilitación, aunque no haya dolo. En la judicatura, el margen de impunidad es enorme. No se trata de criminalizar el error, sino de que la justicia no sea el único poder que no rinde cuentas. Privilegio que permite que malas decisiones (por incompetencia, sesgos o negligencia) se amparen bajo los velos de la "duda razonable", y del error sin consecuencias.

El delito imposible y la falacia del mal menor

En el análisis de la prevaricación judicial –esa "fantasía legal"–, el magistrado reconoce (cap. 18) que mientras los errores son frecuentes, las consecuencias son excepcionales. Solo importa el animus, nunca el daño real causado al ciudadano que acude a la justicia. Bajo este criterio, un cirujano solo respondería por dejar un bisturí en un paciente (dolo), no por un diagnóstico negligente que lo matara (error grave). Así, mientras en la medicina un error grave conlleva inhabilitación –sin necesidad de dolo–, en la judicatura impera la cultura del error sin consecuencias. "Errare humanum est, permanere impune divinum est" ("equivocarse es humano, pero permanecer impune es diabólico"). 

Para Pasquau el oficio de decidir no pide perfección, tampoco responsabilidad, ni accountability: «También en esto hay un porcentaje de error» (p. 228). Error que imputa al sistema (sobrecarga, falta de tiempo y medios, etc.) y que hay que tolerar convirtiendo daños concretos en mera banalidad estadística inevitable. «Imaginemos que, como media, decides con un 85 por ciento de convicción […], tendrás una cohorte silenciosa y anónima de posibles perjudicados, aglomerada en ese 15 por ciento.» (p. 246). 

Sin embargo, la verdadera autocrítica lleva a reformas, no a la resignación. Pasquau sabe que cuanto menos un 15% de las condenas son injustas; pero ¡es lo que hay! Esto no es pragmatismo realista; es cinismo, a sabiendas. Imaginemos un ingeniero cuyo puente se cae el 15% de las veces; los ingenieros no dicen "es el coste de hacer puentes": rediseñan el sistema. 

Resumiendo, el libro El oficio de decidir, de Pasquau, construye un relato peculiar —una especie de neoplatonismo ingenuo—, en el que los jueces, ensimismados en su cueva de conciencia, creen ascender hacia la virtud mediante una introspección elitista. Mientras tanto, los justiciables se reducen a meras sombras proyectadas en el muro de la cueva: una cohorte silenciada de ignorantes patológicos, ahogada entre la verbosidad críptica de los letrados, la solemnidad de los procedimientos y la arrogancia de los togados. Una justicia que, en no menos del 15% de los casos, termina devorando a quienes debía proteger. 

Así, en el ocaso tardío de la Ilustración —bajo el espectro de Trump, Putin, Milei, Netanyahu y otros demagogos—, Pasquau desentraña el perverso juego del juez iluminado en un teatro de sombras donde la justicia, en vez de liberar, consume a las personas. Poder judicial o caos. Esto es lo que hay. Para Pasquau la palabra del juez es sagrada «… esa decisión es la que vale … porque lo ha decidido quien está ahí para hacerlo» (p. 246).

2506211705 PACO MUÑOZ


Córdoba: Carnaval de Sombras en la Ciudad del "Fresquito"

 


Hay momentos que se erigen en iconos de una época: condensan su pensamiento político, su trasfondo económico y hasta su hipocresía social. El pasado jueves en Córdoba fue uno de esos días en los que el lujo actúa como alquimista, transmutando lo falso en verdadero ante un teatro de sombras carnavalesco. Todos participan, por supuesto, en este baile de máscaras donde lo único real es la ostentación de méritos presuntos.

Córdoba, que se creyó de izquierdas sin serlo y hoy se resiste a ser de derechas sin lograrlo, parece aferrarse a un Mundo Feliz huxleyiano, pero visto desde la distorsión grotesca de los Simpsons locales. Tanto los de ayer como los de hoy se postulan como eternos bajo el soplo artificial del aire acondicionado, ignorando que fuera de sus salones climatizados ––fuera del Parque Joyero––, la realidad se agrieta.

No importa que la realidad se extienda más allá de lo que no se quiera ver, ni que el presente carezca de futuro. ¿El futuro? Irrelevante. Para nuestras élites, el tiempo no es más que un decorado que gira en torno a una cambiante permanencia. La excelencia —esa palabra fetiche— se mide en cócteles, premios y palmadas en la espalda. 

Y en este escenario, ¿qué papel juega la prensa? Parece que el de cómplice necesario: la que suministra la tinta, el papel o la pantalla y, sobre todo, el relato. Una realidad maquillada, inflada como un globo y luego soltada al viento para que recorra tierra, mar y aire. Si un concesionario de coches de lujo recibe un galardón, será —claro—, por mérito. 

Preguntar es impertinente y dudar es de maliciosos cuando el espectáculo mezcla, en un mismo brindis, medicina, beneficencia, innovación empresarial (antes se le llamaba negocio) y gastronomía de chefalandia para políticos golosos.

Cantaba Geogie Dann en verano; "Tú me das cremita, y yo te doy cremita. Aprieta bien el tubo, que sale muy fresquita…"  Madre mía, qué calor más ibérico, que hasta las gaviotas sureñas ajustan sus becas.

La prensa no debería ser altavoz del poder —ni económico ni político—, ni mucho menos sacerdotisa de una meritocracia de cartón piedra. No hay virtud en la bondad impostada; solo marketing disfrazado de altruismo. Cuando el periodismo renuncia a su deber crítico, solo queda la prensa cortesana: cronista de medias verdades y alcahueta del poder. Y hoy, en este desierto de lo inmediato, la crítica ha sido arrasada. Solo queda el murmullo complaciente del fresquito institucional.

2506210950 PACO MUÑOZ


miércoles, 27 de julio de 2022

El derrumbe de la izquierda española. No hay clases sociales; hay posiciones sociales.

A las puertas de una crisis anunciada con los frescos de otoño, Andalucía es el síntoma de una sociedad –la española–, perdida entre un extendido escepticismo económico–político y un futuro carente de ideas. Los del PP no las necesitan, y nunca las necesitaron, porque desde la dictadura que les alumbró, lo único importante para la derecha española son los patrimonios personales.

Sin patrimonio no hay derecha que valga. Y es por ello que el arte de la transición del 78 fue lograr mantener intactos los dos pilares fundamentales del tardofranquismo. De un lado el intocado, e intocable, Poder Judicial. De otro la doctrina básica de la propiedad que justifica su metabolismo de acumulación capitalista entre la lógica evangélica de San Mateo 13:12 –«Al que tiene se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene se le quitará aún lo que tiene»–, y la ley de Moises por la que solo «quien tiene padrino se bautiza»

lunes, 31 de enero de 2022

El Poder Judicial; la herramienta suprema contra el avance social.


Esto es una reseña–comentario del artículo de Iván Montemayor, «La Reacción y la Revolución al Poder Judicial», publicado esta semana en Sin Permiso. (1) Se trata de un trabajo excepcional, de trazo limpio, y claro, que reconstruye en toda su trazabilidad un trozo de mapa del poder más centralizado y absoluto de la «modernidad» pseudo-ilustrada española; el así denominado «Poder Judicial.» 

Digo excepcional porque siendo el artículo de lenguaje simple, y sintético, marca sin duda, un relevante punto de inflexión en un debate donde resulta muy difícil encontrar nada igual en toda la gigantesca maraña académica de los quintacolumnistas del derecho ciego español auto denominado ius positivista

miércoles, 29 de septiembre de 2021

La ficción económica del siglo XXI; Libertad contra Democracia

Corren tiempos difíciles para pensar. Verdad o mentira, ficción o realidad, solo son distintas versiones de lo que hoy se configura como «sabiduría compartida» en una mezcolanza tan indistinguible como volátil. Si bien escribir en esta atmósfera turbia se asemeja cada día más a la actividad de manchar papel higiénico, leer, ver noticias o escuchar expertos tertulianos, es como ir a misa en tiempos de pandemia; una actividad con alto riesgo de infección mental, o «infodemia»

No es extraño, pues, que los nostálgicos de la ilustración se aferren a la racionalidad como único valor de «verdad», pese a que ésta se desvanece en el tumulto y desaparece triturada en las hegemónicas fábricas de ficciones de conveniencia. O como lo ha expresado recientemente el influyente filósofo y lingüista norteamericano Noam Chomsky; «la técnica de fabricar mentiras constantemente tiene como resultado que el concepto de verdad simplemente desaparece» (1).