La Calle de Córdoba XXI

viernes, 19 de septiembre de 2025

El Santo Oficio de los Dictadores de Sentencias

En una reciente trilogía de artículos publicada en Rebelión (enlaces: [1], [2], [3]) he tratado de abordar lo que puede calificarse como la deriva distópica de nuestra institución judicial. Aunque los ecos de esta distopía resuenan a diario en las noticias, un análisis riguroso del conjunto tropieza con la profunda disparidad de los cuatro órdenes jurisdiccionales (Civil, Penal, Contencioso Administrativo y Social). Por ello, mi argumentación se ha centrado de forma prioritaria en el ámbito de la jurisdicción Civil tomando como punto de partida la crítica del libro El oficio de decidir, dudas y certezas de un juez en activo (Debate, mayo 2025).

Sin embargo, para comprender la profundidad de esta crisis no basta con el idealismo neoplatónico de un juez en activo. Un diagnóstico cabal exige nuevos marcos conceptuales de los que aún carecemos, dado que las viejas categorías del siglo XX —esa dicotomía estéril entre el pseudoprogresismo de clases medias y el liberalismo paleoconservador de las élites— resultan hoy por completo inoperantes para dar cuenta de nuestra realidad en el siglo XXI.

Así pues, la apertura de un debate público y transparente sobre la deriva distópica de nuestra institución judicial se revela como una exigencia inaplazable. La gradual implantación de prácticas de corte autoritario en el ámbito judicial resulta particularmente problemática, pues pone en cuestión la legitimidad misma del Estado de Derecho. 

En efecto, allí donde el poder judicial deja de actuar como garante imparcial de los principios normativos y pasa a constituirse en agente de poder, se produce una doble distorsión: por un lado, se resquebraja la arquitectura institucional que sostiene la confianza ciudadana; por otro, la justicia contribuye a la expansión del clima de polarización social, cerrando el espacio de deliberación democrática que le da sentido. Este círculo vicioso lo transmuta todo en un ejercicio de autoritarismo mesiánico donde el consenso se vuelve imposible y no queda espacio ciudadano para nada que no sea el puro acatamiento.

Pero, lejos de ser una mera elucubración teórica, este clima de autoritarismos mesiánicos, y de soberbios expertos, cala en el día a día, impregnando las interacciones más insospechadas. Mi propia experiencia así lo atestigua a título de ejemplo: una mañana aparentemente normal en la que una simple conversación acabó siendo el microcosmos perfecto de nuestro Zeitgeist, la cristalización palpable del espíritu de nuestro tiempo. 

El café de buena mañana

Eran las 10 de la mañana y un juez amigo me invitó a un café de buena mañana. Yo llegué antes y la terraza estaba abarrotada; era el dos de septiembre y la ciudad estaba en plena cacería de la buena tostada de la mañana. Mi juez amigo hacía escala en sus vacaciones y como se divertía escribiendo –palabras literales suyas–, quería saber por qué yo era tan desgraciado. Su método de pesquisa era de una sencillez implacable: a cada pregunta suya, una respuesta mía.

Su tono de voz simulaba una curiosidad campechana. Sincera, si no fuese porque apenas conservaba lo que su atención aparentaba captar. Y no es que no escuchase, pues aspaventaba en sintonía con lo que yo le contaba, sino, más bien, porque me inquiría en embudo que siempre decantaba hacia el mismo lamento; cómo un tío como tú puede ser un desgraciado perpetuo. 

El lo sabía de sobra. Al fin y al cabo, tres de sus patizambos amigos me habían ajusticiado una importante indemnización por daños causados fijada en primera instancia contra un Banco. El Banco seguía culpable pero la indemnización fue fulminada ad hoc en segunda instancia. Yo defendía mi criterio de injusticia; él, su certeza de ley y orden. El hecho tenía ya más de un decenio de moho, y él estuvo al tanto desde el principio. 

No obstante, la razón de aquel café de buena mañana era la crítica de mi artículo, publicado por Rebelión, sobre La justicia del camaleón. Frente a mí, él oficiaba la liturgia del Ave Fénix; frente a él, yo desgranaba la deriva inquisitoria de nuestro Poder Judicial. Y así, mientras él se pavoneaba, desplegando como un pavo real la imparcialidad de oropel de sus argumentos, yo apenas tenía espacio –ni físico ni espiritual–, que para retorcerme en la parcialidad genética de los míos. La conversación era amistosa pero la dialéctica traslucía una metodología en cinco actos y un epílogo.

Primer acto: Las motas de polvo en las puertas de los juzgados y los Übermenschen hispanicus

La cosa es bien simple: cuando mi amigo habla, no es él quien habla; es todo el Poder Judicial, y cuando yo hablo, no soy yo el que habla; no habla nadie. No es más que mi opinión –particular–, y en su universo la opinión de uno como yo, no vale nada. Ni siquiera con tres licencias universitarias acreditativas. Vale menos que una mota de polvo en la puerta de un juzgado. Y es que mi amigo juez es juez 24/7, vacaciones inclusive. Ley que induce a que yo sea gañan iletrado 24/7.

En cualquier caso, lo que no me deja duda alguna es que los niños bien de Úbeda y Begijar deben ser así, porque algunos tienen la autoestima tan alta que roza el cielo. Mi autoestima, por el contrario, apenas compite con mi sombra. Y quizás por ello, cuando aprueban algo se transmutan –por convicción–, en lo que Nietzsche denominó como “Übermenschen”, –pero malinterpretándolo en un arrebato rutinario de luz profética. Se trataría de unos Übermenschen hispanicus: una suerte de humanos superiores que, en nómina del Leviatán, pasan a ser minidioses clonados. 

Segundo acto:  El humano gañán y la Lewinsky

Así, pues, tomar café con mi Übermensch-Freund de Begíjar, que además venía desde Madrid, implicaba asumir por defecto la posición subalterna del humano gañán. Los camareros –un inmigrante presuntamente primitivo y una becaria bisoña– colocaron el café y el donut en la mesa, ignorando, por estrés laboral, los vasos de agua que mi anfitrión reclamaba con insistencia. Y como quiera que el agua no llegaba, su autoridad se iba caldeando cerrando el embudo con la misma conclusión de partida: la responsabilidad de mi desgracia era sólo y exclusivamente mía.

Mi amigo es una autoridad tan experta en corrupción política que, en 2018, ya había escrito una novela sobre la corrupción en un gobierno español indeterminado, con un ministro indeterminado y una periodista igualmente indeterminada. Me pedía que –valiéndome, supongo, que del principio de indeterminación de Heisenberg– averiguara qué personajes reales se escondían tras esa ficción deliberadamente difusa. No era una denuncia, era una novela señaladora, que entrelazaba el sexo de labios carnosos, nalgas curvilíneas y senos rebosantes, con una corrupción de ceros encadenados en cuentas opacas y una periodista sumisa a su amo y dueño de la plumilla, pero adúltera. Fue en esos labios carnosos donde mein literarische Übermensch-Freund colocó lo que para mi es la frase estelar de la novela: «Es la bendita libertad Lewinsky de prensa, estúpidos,…» Cuando leí la frase comprendí por fin su –¿quizás, particular?–, concepto del poder.

Un día después del café –el tres de septiembre–, mi amigo desestimó el artículo donde exponía mi análisis crítico sobre la justicia española tachándolo de generalista. Acto seguido, estableció su ortodoxa doctrina: «El juez, según un criterio de humana contrastada certeza, fija unos hechos como indubitados, aplica la norma y obtiene un veredicto.» Una mecánica que, en sus palabras, constituye «la visión constitucional del oficio».

Tercer acto: La justicia del Santo Error y la abuela de Caperucita

Esta visión subsume cualquier anomalía bajo el cómodo y oscuro concepto del «error humano» salpimentado con la cultura corporativa del error sin consecuencias: «A partir de ahí, el error puede estar presente en la valoración de las pruebas o en la aplicación de la ley, y se corrige a través de los recursos.» Tesis que asimismo defiende el libro El oficio de Decidir.

Pero surgen entonces preguntas incómodas: ¿Qué ocurre cuando esos errores no se corrigen? ¿Cuando un tribunal no logra –o no quiere–, ver lo que otro juez omitió? ¿Cuando el error no es un desliz aislado, sino el síntoma de una falla sistémica, de un prejuicio enquistado o de una interpretación subrepticiamente torticera? La respuesta es que entonces el error deja de ser humano para convertirse en judicial. Y no todos los supuestos errores son inocentes o nomofilácticos; algunos son simplemente injusticia. Es entonces cuando el sistema procesal –pésima copia del fordismo– se convierte en una maquinaria de triturar personas. «Errare humanum est, permanere impune divinum est» («equivocarse es humano, pero permanecer impune es diabólico»).

Esta narrativa del «error humano» siempre me evoca, por alguna razón lúcida y extraña, una Caperucita distópica. Aquí, el leñador nomofiláctico no viene a salvar a nadie. Su misión no es la de rescatar, sino la de atribuir. Y, en un acto macabro, realiza una autopsia ritual. Abre el vientre del lobo —la sentencia enferma de error— y, en lugar de salvar a la abuela (la verdad), la deja dentro y llena la cavidad de guijarros nomofilácticos. 

La abuela —la causa raíz, la verdad— es abandonada dentro de la bestia y luego sepultada bajo la fría lápida de la "razón instrumental" que engulle en su vientre tanto a la verdad como a la inocencia. El resultado es la antítesis del cuento: todos los personajes —lobo, abuela, caperucita—, se hundirán juntos en la arena movediza de una metodología basculante. No es un rescate; es un sacrificio colectivo bajo un ritual de ajusticiamiento que culmina sepultado en el olvido del estratosférico cementerio jurisprudencial.

Cuarto acto: El trumpismo ego-referencial del “nasty” or “good to me”

Días después del café le confesé que su novela me resultaba tan indigerible como el gato de Schrödinger. Yo solo veía en ella una suerte de vendetta literaria de tiempos pretéritos donde él frecuentaba Madrid y visitaba el Congreso. De hecho, fue en aquella época, siendo yo periodista en activo, como fundamentamos nuestro conocimiento mutuo y esa relativa amistad.

Pero cuando leyó mi siguiente artículo sobre el camino hacia una nueva inquisición fue como invocar al demonio en casa del obispo de la humana contrastada certeza. Y mein Übermensch-Freund pasa a la acción: «Tu escrito es mezcla mal amasada de ideas varias y variopintas que tratan ante todo y sobre todo zurrarle a todo bicho viviente que lleve toga judicial», «… ese veneno mal destilado…», «… todo lo demás que escribes desde la confusión […] y desde la crítica más exacerbada son eso, cosas tuyas propias de un exdoctorando ya jubilado»… 

Es una forma ego-referencial de ver el mundo; quienes critican son “nasty” or “bad to me” (horribles, y malos; hojarasca), y aquellos que apoyan y elogian son los “great people” or “good to me” (terminología acuñada por Trump). La conclusión es bien clara; el debate “humano” es imposible. ¡Qué se le va a hacer; es el Derecho Amigo! … y a pie de calle.

Quinto acto: La racionalidad taurina del heuriskein

En nuestro Estado de Derecho puedes reclamar como consumidor, pero si lo haces como justiciable debes tentarte la ropa. Mi amigo –también experto taurino– no aporta argumentos; clava banderillas al justiciable bravo. Y si te resistes, no duda en entrar a matar, sin molestarse en convencer: «Qué juego de soberbia dio aquel fracasado doctorado dedicado a la hermenéutica humana!!! Fin de la cita.» Y, sin embargo, obligado es reconocerlo: la puya de mi Übermensch-Freund es tan fina en su amistad como afilada en su rigor. Es un estoque, no una maza, lo que es de agradecer.

Pero su arte taurino no se limita a los instrumentos punzantes, también es un consumado retórico con el capote y la muleta. Y si tu dices una cosa, él interpreta lo que le “apetece” para luego devolverte algo similar pero diferente; distorsionado. Se llama “interpretación.” Si aceptas su juego, la guillotina te caerá en breve. Si lo criticas, tu individualidad ignorante chocará contra su sapiencia universal, para luego caer ridiculizado o castigado con el desprecio de su silencio. ¡Fin de la historia! Es el modus operandi de la autoridad como poder sustentado en la sumisión. La razón de la fuerza. 

Este procedimiento no es una particular expresión de soberbia, sino una técnica heurística frecuentemente enmascarada bajo el ropaje de la racionalidad instrumental. Proviene del griego heuriskein (hallar, inventar) y consiste en un método rápido de resolución aparente de problemas que no siempre garantiza una solución justa, ya que se basa en criterios no rigurosos como la intuición, la experiencia privada, la sospecha o la denominada "sana crítica". Este modus operandi, cuyo máximo exponente público es el juez Peinado, es una práctica recurrente en procesos judiciales donde un vago "criterio humano de certeza" suplanta todo rigor epistémico.

Epílogo

Al final, la deriva distópica de nuestra institución judicial nos retrotrae al famoso refrán popular recogido por Francisco de Quevedo: “Pleitos tengas y los ganes.” La desconfianza ciudadana cabalga sobre la imprevisibilidad. Evidentemente, no se puede generalizar al conjunto de la judicatura, pero los casos que confirman esta regla son cada vez más visibles y determinantes. Para el justiciable ya no se trata tanto de buscar la verdad o la justicia, sino de sobrevivir a un ritual sombrío cuyas reglas las define en última instancia quien ostenta el poder judicial. Un poder que no rinde cuentas ni de sus errores ni de sus heurísticas o sesgos; un poder que simplemente impone su obstinación, revestida de la inquebrantable autoridad de la toga. 

2509191933 PACO MUÑOZ


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