La Calle de Córdoba XXI

sábado, 21 de junio de 2025

El oficio de decidir y la tiranía judicial del 15 por ciento

 

La literatura ha funcionado históricamente como contraluz de la justicia, desvelando sus sombras: jueces corruptos, arbitrarios, serviles al poder o deshumanizados. Desde la sátira feroz de Quevedo en el siglo XVII —que retrataba tribunales donde el oro pesaba más que la ley—, hasta el laberinto kafkiano donde el proceso judicial es una pesadilla opaca, pasando por la advertencia ilustrada de Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748) contra la tiranía judicial de jueces que usurpan el rol de acusadores y verdugos, estos textos exponen una desconfianza ancestral hacia quienes administran la ley.

Este es un problema de larga data que llega hasta hoy en pleno siglo XXI. Se trata de un oficio donde cada vez más, parece que las sombras eclipsan las virtudes bajo tupidos «velos», y que en España configura una institución deformada, y desgastada tras la fachada de aparente legalidad, por una mezcla meticulosa de nepotismo clasista, mediocridad ritualizada y una rutina jurisprudencial centenaria y esclerótica. Un oficio más preocupado por preservar sus rituales que por impartir equidad.

Juan José Millas, en su novela “Que nadie duerma” (2018), la denomina una “maquina absurda que devora a las personas.” Otros observadores la llaman «el país real». Realismo donde los jueces se “manifiestan” contra las leyes progresistas mientras aplican diligentemente leyes injustas con la autoridad del derecho. O, dicho con más solemnidad formalista: con «neutralidad», «independencia» y «equidad».

Pese a ese profundo descrédito que tiene la justicia española en un mundo tóxico cada día más polarizado, y donde la credibilidad de la justicia se desmorona entre sospechas y certezas, el «alto» magistrado del TSJA de Granada Miguel Pasquau (Úbeda, 1959) ––un juez valiente “por casualidad”; progresista, «aunque no del todo»; novelista entre auto y auto; catedrático entre sentencia y sentencia; y mediático por pura vocación de oficio––, acaba de publicar el libro El oficio de decidir, dudas y certezas de un juez en activo (Debate, mayo 2025). 

Un poco afectado por los “defectos” ––errores––, de la justicia y vagamente inquieto por su bienestar moral Pasquau acomete una suerte de tratado forense en el que practica una disección psíquica del oficio judicial con bisturí tan ambiguo como contradictorio. Se trata de una autopsia insólita que el lector no debe despachar a la ligera: no en vano un juez del propio TSJA reconoce con solemne indiferencia, que, al menos, un 15 % de los ciudadanos que acuden en busca de justicia en España son sacrificados gratuitamente. ¡Es lo que hay! Nuestra “excelencia judicial” no da para más. Razón por la que el libro El oficio de decidir, aspira a rescatar a la «manera moderna» ––y retórica vintage––, ideas de tiempos remotos, en línea con la ola de autoritarismo que recorre hoy buena parte del mundo occidental.

La reencarnación, o de cómo evaporar certezas

Entre un idealismo formalista y un realismo forzado, el juez Miguel Pasquau reconoce en su libro que «tenemos un problema de legitimación, […] El descrédito produce desapego ciudadano» (p. 194). Pero Pasquau ––que es un ferviente defensor de los valores cristianos––, también es un maestro de la ambigüedad poética: «¿Hay lawfare en España? Contestar sí o no es como creer o no creer en la reencarnación.» (p. 181). Ciertamente hay que reconocerle que tiene habilidad para evaporar certezas.

La justicia es lenta, si, pero la productividad de Miguel Pasquau es milagrosa; parece no conocer tregua, y hasta lo contradictorio puede conjugarse en perfecto gerundio. Profesa el formalismo jurídico (derecho como sistema autónomo) salpimentado de garantismo jurídico (Ferrajoli), lo que implica una perspectiva conservadora o liberal-legalista de progresismo intermitente a conveniencia. 

En su libro, Pasquau se desliza por momentos básicos del oficio tales como la sala de vistas (p.25); la deliberación con sus sesgos, «Sí, es verdad que lo habitual es decidir el fallo y luego «vestirlo» de razones…» (p. 40); la íntima convicción donde «lo grave para el sistema no es un error judicial, sino la incapacidad de identificarlo y reconocerlo…» (p.47). Etc.

Metido en el meollo del oficio de decidir, Pasquau se cuida bien de disociar el delito de la prevaricación del uso alternativo del derecho o «lawfare»: ––«El problema no es que los jueces tengan ideología, sino si son o no capaces, y hasta qué punto, de embridarla en razones jurídicas honestas y cabales.» (p. 187)––. En el oficio de juez lo esencial es dominar el arte de la argumentación. No importa tanto que el prejuicio se vista de doctrina y el voluntarismo se disfrace de silogismo perfumado con jurisprudencia… Para Pasquau la prevaricación judicial sigue siendo el delito fantasma ––de escasa relevancia, y marginal––, cometido sólo por unos «versos sueltos» (p. 189) o «jueces singulares o francotiradores» (p.189).

Las palabras y los burladeros retóricos

Pero empecemos por el principio: ¿acaso las palabras importan? Lo preguntó Orwell mientras borraba capítulos enteros. Lo susurró Kafka al quemar manuscritos. Lo negó Neruda mientras firmaba ejemplares con una mano y cartas de amor con la otra. Pero hoy, en la era del algoritmo y el postureo tertuliano, las palabras son moneda de cambio. 

Sin embargo, cuando Pasquau afirma que «Las sentencias se expresan con palabras escritas» (p. 148), el magistrado del TSJA parece “ignorar” que lo que se calla es tan importante como lo que se dice. Así el mito de la «economía argumentativa» (p.152), en la motivación judicial puede servir también para ocultar el recorte interesado de perspectivas.

El oficio de decidir, es un libro que se propone «convencer» (p.148) premiando la forma sobre el fondo en un afanado intento de consolar conciencias penitentes ignorando que una sentencia puede ser impecable en forma y aberrante en contenido. Pasquau idealiza el papel del juez reduciendo los mecanismos perversos del sistema judicial a simples “errores” o simples pecados veniales de la «acomodación rutinaria» o los «burladeros retóricos» (p. 109), fruto de «…la falta de tiempo de la falta de medios…» (p, 245). Minucias que en modo alguno precipitan al abismo de la prevaricación judicial. O dicho en las palabras mas bondadosas del prólogo: «… asuntos en los que irregularidades, descuidos o malas prácticas judiciales se aproximan a la delgada línea que separa lo simplemente disfuncional de lo delictivo.» (p. 15).

Más adelante Pasquau se ve a sí mismo como un faro que alumbra: «Me miro a mí mismo en este libro, y luego observo a mi alrededor» (p.21). No resulta extraño, pues, que se autodefina como «un juez atípico» (p.21). Y seguidamente afirma que «Son muchas denuncias y querellas, la mayoría de las veces infundadas, interpuestas por quienes se consideran defraudados, descontentos o perjudicados por decisiones judiciales.» (p.22) Pero no importa lo que digan los justiciables, porque seguidamente Pasquau aflora la idea del “juez Hércules” de Dworkin y proclama la sacrosanta heroicidad “Gary Cooper” del juez: «… la del juez que llega a un juzgado donde habrá de enfrentarse, él solo, a una enorme diversidad de conflictos «en bruto», sin tiempo para prestar la atención a cada asunto.» (p. 22).

El formalismo judicial

No se trata de citas puntuales, sino de ideas fuerza que revolotean a lo largo y ancho del libro, porque «El oficio de decidir» es una obra maestra tanto del romanticismo ingenuo e idealista, como de la ambigüedad milimétricamente calculada. El libro huye del realismo jurídico para refugiarse en el formalismo como instrumento de dominación. Idealiza la imparcialidad como virtud personal ocultando que la misma reproduce las desigualdades sociales y consagra el abuso bajo la paradoja de la neutralidad.

Una lectura atenta del capítulo 7 nos detiene frente a la sentencia dictada el 21 de mayo de 2019 contra E. y R., una joven pareja indigente de Málaga, condenada por homicidio imprudente agravado por parentesco tras la muerte de su hija de tres meses. La causa fundamental: una malnutrición severa. Según el relato, «echaron más agua que polvo, quizá para ahorrar, y desnutrieron al bebé, pero no supieron que lo estaban matando poco a poco» (p. 91).

Sin embargo, ni en la sentencia judicial ni en el libro se recogen ciertos detalles potencialmente relevantes relativos a la causa de la malnutrición. Es decir, al tipo de “polvos” nutricionales usados, o respecto a la razón de la disolución en exceso de la concentración nutritiva de esos polvos. Detalles cuya omisión plantea interrogantes incómodos: ¿Por qué ningún tribunal valoró el origen de esas disoluciones ni con qué tipo de polvo alimentario actuaron E. y R.? ¿Realmente desnutrieron al bebé “quizá para ahorrar”? ¿Compraban E. y R. los “polvos”, o los recibían de la beneficencia? ¿Fue realmente negligencia criminal o, quizás, el resultado de un sistema que abandonó a una joven familia indigente en la miseria?

Estas omisiones no son menores: pueden transformar un escenario de extrema precariedad en un relato de culpabilidad individual. En otras palabras, esa pretendida “justicia poética” conduce fácilmente a convertir una tragedia social en delito penal. Y, como suele suceder, la ecuación resulta tan espeluznante como simple: [ignorancia + pobreza] = culpabilidad garantizada. ¿Error judicial, falta de diligencia, o algo más grave…?

Nunca lo sabremos, aunque más adelante, en el capítulo 18 dedicado a la prevaricación judicial ––el delito imposible––, el magistrado del TSJA admite que «Errores judiciales hay; muchos.» (p. 227) para luego insistir en que «… la sensación es que hay un abuso de las querellas contra jueces.» (p. 228). O lo que es lo mismo, que un juez rara vez enfrenta consecuencias por errores graves. Circunstancia que normaliza reivindicando que «También en esto hay un porcentaje de error.» (p. 228). Así, en la judicatura, solo importa la intención, no el daño causado. Es como si un médico solo fuera sancionado por matar a un paciente dejando un bisturí en su interior, pero no por un diagnóstico temerario. Pasquau "comprende" al juez ––«Es un oficio en el que la posibilidad de error es muy grande» (p. 227)––, pero no al ciudadano que sufre las consecuencias. En medicina, un error grave puede costar la inhabilitación, aunque no haya dolo. En la judicatura, el margen de impunidad es enorme. No se trata de criminalizar el error, sino de que la justicia no sea el único poder que no rinde cuentas. Privilegio que permite que malas decisiones (por incompetencia, sesgos o negligencia) se amparen bajo los velos de la "duda razonable", y del error sin consecuencias.

El delito imposible y la falacia del mal menor

En el análisis de la prevaricación judicial –esa "fantasía legal"–, el magistrado reconoce (cap. 18) que mientras los errores son frecuentes, las consecuencias son excepcionales. Solo importa el animus, nunca el daño real causado al ciudadano que acude a la justicia. Bajo este criterio, un cirujano solo respondería por dejar un bisturí en un paciente (dolo), no por un diagnóstico negligente que lo matara (error grave). Así, mientras en la medicina un error grave conlleva inhabilitación –sin necesidad de dolo–, en la judicatura impera la cultura del error sin consecuencias. "Errare humanum est, permanere impune divinum est" ("equivocarse es humano, pero permanecer impune es diabólico"). 

Para Pasquau el oficio de decidir no pide perfección, tampoco responsabilidad, ni accountability: «También en esto hay un porcentaje de error» (p. 228). Error que imputa al sistema (sobrecarga, falta de tiempo y medios, etc.) y que hay que tolerar convirtiendo daños concretos en mera banalidad estadística inevitable. «Imaginemos que, como media, decides con un 85 por ciento de convicción […], tendrás una cohorte silenciosa y anónima de posibles perjudicados, aglomerada en ese 15 por ciento.» (p. 246). 

Sin embargo, la verdadera autocrítica lleva a reformas, no a la resignación. Pasquau sabe que cuanto menos un 15% de las condenas son injustas; pero ¡es lo que hay! Esto no es pragmatismo realista; es cinismo, a sabiendas. Imaginemos un ingeniero cuyo puente se cae el 15% de las veces; los ingenieros no dicen "es el coste de hacer puentes": rediseñan el sistema. 

Resumiendo, el libro El oficio de decidir, de Pasquau, construye un relato peculiar —una especie de neoplatonismo ingenuo—, en el que los jueces, ensimismados en su cueva de conciencia, creen ascender hacia la virtud mediante una introspección elitista. Mientras tanto, los justiciables se reducen a meras sombras proyectadas en el muro de la cueva: una cohorte silenciada de ignorantes patológicos, ahogada entre la verbosidad críptica de los letrados, la solemnidad de los procedimientos y la arrogancia de los togados. Una justicia que, en no menos del 15% de los casos, termina devorando a quienes debía proteger. 

Así, en el ocaso tardío de la Ilustración —bajo el espectro de Trump, Putin, Milei, Netanyahu y otros demagogos—, Pasquau desentraña el perverso juego del juez iluminado en un teatro de sombras donde la justicia, en vez de liberar, consume a las personas. Poder judicial o caos. Esto es lo que hay. Para Pasquau la palabra del juez es sagrada «… esa decisión es la que vale … porque lo ha decidido quien está ahí para hacerlo» (p. 246).

2506211705 PACO MUÑOZ


Córdoba: Carnaval de Sombras en la Ciudad del "Fresquito"

 


Hay momentos que se erigen en iconos de una época: condensan su pensamiento político, su trasfondo económico y hasta su hipocresía social. El pasado jueves en Córdoba fue uno de esos días en los que el lujo actúa como alquimista, transmutando lo falso en verdadero ante un teatro de sombras carnavalesco. Todos participan, por supuesto, en este baile de máscaras donde lo único real es la ostentación de méritos presuntos.

Córdoba, que se creyó de izquierdas sin serlo y hoy se resiste a ser de derechas sin lograrlo, parece aferrarse a un Mundo Feliz huxleyiano, pero visto desde la distorsión grotesca de los Simpsons locales. Tanto los de ayer como los de hoy se postulan como eternos bajo el soplo artificial del aire acondicionado, ignorando que fuera de sus salones climatizados ––fuera del Parque Joyero––, la realidad se agrieta.

No importa que la realidad se extienda más allá de lo que no se quiera ver, ni que el presente carezca de futuro. ¿El futuro? Irrelevante. Para nuestras élites, el tiempo no es más que un decorado que gira en torno a una cambiante permanencia. La excelencia —esa palabra fetiche— se mide en cócteles, premios y palmadas en la espalda. 

Y en este escenario, ¿qué papel juega la prensa? Parece que el de cómplice necesario: la que suministra la tinta, el papel o la pantalla y, sobre todo, el relato. Una realidad maquillada, inflada como un globo y luego soltada al viento para que recorra tierra, mar y aire. Si un concesionario de coches de lujo recibe un galardón, será —claro—, por mérito. 

Preguntar es impertinente y dudar es de maliciosos cuando el espectáculo mezcla, en un mismo brindis, medicina, beneficencia, innovación empresarial (antes se le llamaba negocio) y gastronomía de chefalandia para políticos golosos.

Cantaba Geogie Dann en verano; "Tú me das cremita, y yo te doy cremita. Aprieta bien el tubo, que sale muy fresquita…"  Madre mía, qué calor más ibérico, que hasta las gaviotas sureñas ajustan sus becas.

La prensa no debería ser altavoz del poder —ni económico ni político—, ni mucho menos sacerdotisa de una meritocracia de cartón piedra. No hay virtud en la bondad impostada; solo marketing disfrazado de altruismo. Cuando el periodismo renuncia a su deber crítico, solo queda la prensa cortesana: cronista de medias verdades y alcahueta del poder. Y hoy, en este desierto de lo inmediato, la crítica ha sido arrasada. Solo queda el murmullo complaciente del fresquito institucional.

2506210950 PACO MUÑOZ