Así, conforme el siglo XXI va dejando atrás los días de la agenda, los dogmas de la modernidad van perdiendo color con la sucesión de las nuevas generaciones. El principal de esos dogmas sagrados es el de la separación de poderes tanto en su variante caciquil de la separación entre política y economía, como en su vertiente togada de la (in)dependencia judicial, o lo que es lo mismo; la separación entre política/economía y derecho.
Más que una verdad necesaria, la separación de poderes no deja de ser hoy más que un cuento romántico que ni siquiera el lobo de la caperucíta hobbesiana es capaz de tragarse pese a que ya en el siglo XVIII este lobo sabía hasta latín y decía que: «homo hominis lupus». La cuestión es que si el hombre es un lobo para el hombre ¿por qué separar entonces el alma de semejante criatura darwiniana en dos (o tres), lóbulos independientes?