Concluiremos aquí la reseña del libro del magistrado del TSJA Miguel Pasquau El oficio de decidir, dudas y certezas de un juez en activo (Debate, mayo 2025). La primera parte del análisis (1) terminaba así: «Poder judicial o caos. Esto es lo que hay. Para Pasquau la palabra del juez es sagrada «… esa decisión es la que vale … porque lo ha decidido quien está ahí para hacerlo» (p. 246).»
Esta contundente afirmación —respaldada por una doctrina tan ingeniosa como funcional que traslada la carga del error judicial desde quien lo comete hacia quien lo sufre—, diluye con elegante humanismo los límites constitucionales del debido sometimiento a la ley. «Es un oficio –escribe el alto magistrado–, en el que la posibilidad de error es muy grande» (p. 227). El concepto de “error” en El Oficio de decidir se erige como la clave de bóveda que sostiene, y puede encubrir, la discrecionalidad de la voluntad judicial.
Discrecionalidad que –entre dudas y certezas–, nos enfrenta a la más inquietante de las paradojas: la de una infalibilidad judicial moldeada con insólita flexibilidad y creatividad, para encubrir el fracaso estructural –falta de neutralidad y voluntarismo–, de la justicia española bajo la coartada de un factor humano tan negligente como impune. Ninguna negligencia merece indulgencia en un Estado de Derecho. Veamos:
¿Qué es el fracaso?
Puede ser muchas cosas, pero sin duda es lo que no es. Parece que es algo semejante a la llama donde las expectativas se transforman en cenizas dejando su sombra como recordatorio de lo que pudo ser. Lo puedes sufrir, como El Quijote, experimentando una y otra vez la vacuidad de tus esfuerzos, o como el mito de Sísifo de Camus elevando el fracaso a una condición absurda pero rebelde.
En la filosofía estoica el fracaso no es el fin, sino el medio por el cual se activa la capacidad de reinventarse tras la adversidad. No es una ruina, sino el umbral necesario; el fuego que forja la reinvención. Esta noción no es nueva. Se remonta al Bennu egipcio, ave solar cuyo vuelo marcaba los ciclos de crecida del Nilo y renacimiento cósmico.
Los griegos transmutaron este símbolo en el Fénix —el ave mitológica que resurge de sus cenizas—, estableciendo así una metafísica del eterno retorno donde la destrucción se vuelve gestación. Es lo que hoy se justifica bajo el concepto de la destrucción creativa. Más tarde el cristianismo consumó esta alegoría.
Sin Cruz no hay Dios
Al vincular las cenizas del Fénix con la resurrección de Cristo, los cristianos tejieron un relato donde el sufrimiento adquiere el don de la redención. Así, lo que en el estoicismo era herramienta de resiliencia individual, en manos del poder de Roma se convirtió en la maquinaria de opresión perfecta: si toda caída contiene el germen de un renacimiento, ¿qué violencia no puede excusarse en nombre de un futuro glorioso? La respuesta está en la cruz. Sin cruz, no hay Dios. O lo que es lo mismo en versión laica; sin cadalso no hay poder, y sin miedo no hay sometimiento.
Pero aquí yace la paradoja esencial. El simbolismo redentor, concebido para aliviar el sufrimiento humano, ha sido sistemáticamente pervertido por los mecanismos del poder. Una contradicción que se manifiesta con crudeza en la historia de los símbolos: así, la cruz, emblema de sacrificio redentor no solo ondeó en los estandartes de las cruzadas, sino que renace constantemente bajo múltiples formas, y sirve todavía hoy –en Gaza, Ucrania, etc.–, para santificar imperios construidos sobre huesos.
Esta es la ironía última: el mismo símbolo que en el estoicismo enseñaba la superación personal, y en el cristianismo primitivo prometía liberación, ha sido vaciado de su potencial emancipador para convertirse en instrumento de control y sometimiento. El mito ya no opera como consuelo, sino como mecanismo de perpetuación del poder. Mecanismo que disfraza de justicia lo que es pura coerción a través de un oficio que con frecuencia invoca derechos universales aplicando dobles raseros en nombre de un Rey (el status quo).
El Fénix estoico que enseñaba superación personal ahora justifica la precariedad como "oportunidad". El mito ya no libera: obliga a los quemados a celebrar su propio incendio a golpe de sentencia mientras los pirómanos dictan el ritmo del renacer; el ritmo y dirección del “progreso”. ¡No hay prevaricación, hay errores! La verdadera lección no es la resiliencia, sino cómo el poder convierte incluso la esperanza de justicia en instrumento de dominio.
El espectáculo pirotécnico
Vivimos en un tiempo de sombras donde nada es lo que debía ser, ni siquiera por aproximación. La libertad es el privilegio propio de la élite a la que «le gusta la fruta». La justicia, que debería ser faro de equidad y armonía social, se ha convertido en un laberinto de intereses donde la ley ya no protege al ciudadano, sino que lo somete al orden del establishment.
Los medios amplifican esta realidad de sombras y los principios que un día se erigieron como pilares del derecho hoy se tambalean bajo el peso de la hipocresía con un lenguaje que se pervierte. La imparcialidad es la caricatura jurídica del dios Jano: ambigua, bifronte y siempre mirando en direcciones opuestas. Y tras la máscara de la neutralidad del Poder Judicial asoma el rostro del privilegio. Esto no son datos de progreso, sino indicios de hundimiento; síntomas de implosión institucional.
En un escenario de sombras, nuestra democracia se ha convertido en un espectáculo pirotécnico; todo estruendo mediático, cero sustancias. Es el reality show definitivo, con un parlamento convertido en caja de Pandora escupiendo odio a borbotones mientras los brujos de turno –tertulianos, periodistas, expresidentes, politólogos, académicos, juristas, etc.– lanzan pócimas mágicas al auditorio en busca y captura del trending topic, audiencias millonarias y percentiles estadísticos. Tras el decorado de la objetividad, la información se ha convertido en un activo financiero que cotiza al alza en el mercado de las influencias. Un negocio turbio donde las verdades incómodas para el establishment no cotizan y la crítica es una farsa al tiempo que los bulos estratégicos alcanzan máximos históricos en la bolsa de la manipulación.
¿Qué es la realidad?
La idea de “la vida es un teatro” —o su variante, “el mundo es un escenario”— constituye un tópico literario recurrente en la tradición española. Conocido como theatrum mundi, este concepto hunde sus raíces en la mitología clásica y en autores como Séneca, para luego cristalizar en el Barroco con El gran teatro del mundo (1633) de Calderón de la Barca. En este auto sacramental, Dios asume el rol de director, mientras los seres humanos interpretan personajes efímeros; reyes, mendigos, ricos o pobres. Más tarde, la metáfora teatral se revitaliza en el siglo XX con el sociólogo Erving Goffman, quien en La presentación de la persona en la vida cotidiana (1959) describe la vida social como un mosaico de actuaciones. Idea que también ha influido en pensadores y creadores españoles contemporáneos: desde el análisis del poder performativo en Comunicación y poder (2009) de Manuel Castells, hasta la reflexión sobre la identidad como construcción artificial en Autoconstrucción (2015) de Jorge Riechmann.
Pero si el teatro calderoniano denunciaba la vanidad de los roles sociales; nuestro drama contemporáneo desvela una perversión aun más sutil: la fusión entre personaje y persona, entre careta y "convicciones". ¿Convicciones?... Las que el guion tolere. ¡Son elásticas! La máscara ya no se porta; es epidermis social. Vivimos como ficciones que se creen sustancia; sombras en el muro de la caverna que respiran bajo el axioma de los tres tantos: tanto tienes, tanto vales y tanto puedes. Así, esta oscuridad del siglo XXI nos enfrenta a una pregunta radical: ¿Qué es la realidad cuando las narrativas personales, políticas, mediáticas, y hasta jurídicas, compiten en un mercado de verdades a la carta?
Occidente, antaño faro de la razón, hoy surca mares de incertidumbre donde el relato domina sobre los hechos y el pensamiento se reduce a la mera utilidad. Con Kant (siglo XVIII) la verdad estaba ligada al ámbito teórico de la razón, lo que permitía poder determinarla objetivamente. La lógica tradicional bipolar –verdadero/falso–, duró poco, apenas dos siglos. Una tercera categoría, líquida y maleable, se impuso gradualmente forjando el territorio de lo ambiguo: ese espacio liminal donde verdad y mentira se mezclan en la coctelera del oportunismo y la conveniencia. Categoría que se ha hecho fuerte en la coctelera tanto de la prensa como de la jurisdicción española. La cuestión es; ¿De qué color es un camaleón?
El camaleón como paradigma del Poder Judicial
Pero si “la verdad ha dejado de importar” como señala A. Marcos (2019, 312), entonces desaparece cualquier noción de realidad como sistema común de referencia, y hablar de sesgos pierde todo sentido. Este es el contexto en el que aparece el libro de Pasquau –El oficio de decidir, dudas y certezas de un juez en activo. ¿Certezas?, no sin dificultad, ya que el propio Pasquau reconoce la alta presencia del “error humano.” Otro autor M. Ferraris (2019,23) es más concreto y agudo: «No existen hechos, solo interpretaciones».
Entre tanta interpretación, la analogía del camaleón resulta paradigmática: ¿puede una criatura cuya esencia es la adaptación al medio –a lo que hay–, representar la honestidad? En sede judicial, esta pregunta trasciende lo filosófico para convertirse en un problema práctico. La respuesta nunca podrá ser objetiva, solo “jurídicamente” válida, lo que explica la crisis actual: cuando las convicciones (siempre subjetivas) reemplazan a los hechos (en teoría objetivos), el contrato social se resquebraja.
Las certezas de Pasquau se cuecen en el horno de leña de Heráclito; «Los juicios son una fabulosa disputa entre la sospecha y la convicción» (p.138), pero sin contrarios. La disputa –el juicio–, se libra en el interior de su propia psique. Es un hecho íntimo –freudiano–, que transcurre entre las siguientes etapas: «Las sospechas que se convierten en indicios, los indicios que se convierten en pruebas, las pruebas que se convierten en condena ...) (p.131).
El capítulo 10 es un capítulo asombroso que va desde la técnica detectivesca del Hércules Poirot de Agatha Christie hasta el rescate de la antropología criminal del siglo XIX de Cesare Lombroso, reencarnado en el TSJA por un tal «R.» (p.137) que se hace eco del determinismo lombrosiano donde el cuerpo es leído como prueba previa de culpabilidad. Hecho lamentable en el libro; tanto como caricatura de «R.», como posibilidad de certeza discriminatoria en el TSJA.
Doctrina que –a mayor abundamiento–, Pasquau actualiza con la IA fisionómica haciéndose eco de los resultados del estudio “Automated Inference on Criminality using Face Images” de la Universidad de Shanghai en 2016, por el que un algoritmo lograba una precisión del 89.5% en la identificación, por sus rasgos faciales, de personas condenadas. Más adelante Pasquau establece que «La estadística suele responder a buenas razones» (p.138). Así, frente a la duda, cabría aquí preguntar si la caricatura de «R.» era porque no creía en el determinismo lombrosiano, o si creyendo, le parecía terriblemente cómica la convicción de «R.» pese a las estadísticas de confirmación de la IA fisionómica que cita.
¿Quién mató a Montesquieu?
La clásica teoría de Montesquieu (1748) sobre la necesaria contención recíproca de los poderes del Estado como antídoto contra la tiranía –piedra angular del constitucionalismo liberal–, muestra su insuficiencia teórica ante la realidad política y social de la españa contemporánea, donde el poder judicial, concebido originariamente como tercer poder, aspira a erigirse en instancia suprema de control sobre las competencias del legislativo y del ejecutivo, trastocando así el equilibrio institucional previsto en la arquitectura democrática. Así, cuando el poder judicial aspira a ser hegemónico —fiscalizando no solo la legalidad sino el mérito político de leyes y gobiernos—, la división de poderes deviene mera ficción jurídica.
Como ya señalara Donald Rumsfeld (2002) repensando a Aristóteles, nuestro verdadero peligro no yace en lo que desconocemos, sino en aquellas sombras cuya existencia ni siquiera sospechamos. He aquí la paradoja del régimen del 78 desde Suarez y Felipe González hasta hoy: en España anhelamos justicia en un mundo donde cada convicción judicial es, en el fondo, un acto de fe en lo invisible.
¿Prevarican los camaleones? … ¡That is the question!
250713 1133 PACO MUÑOZ
(1) https://rebelion.org/el-oficio-de-decidir-y-la-tirania-judicial-del-15-por-ciento/