viernes, 19 de septiembre de 2025

El Santo Oficio de los Dictadores de Sentencias

En una reciente trilogía de artículos publicada en Rebelión (enlaces: [1], [2], [3]) he tratado de abordar lo que puede calificarse como la deriva distópica de nuestra institución judicial. Aunque los ecos de esta distopía resuenan a diario en las noticias, un análisis riguroso del conjunto tropieza con la profunda disparidad de los cuatro órdenes jurisdiccionales (Civil, Penal, Contencioso Administrativo y Social). Por ello, mi argumentación se ha centrado de forma prioritaria en el ámbito de la jurisdicción Civil tomando como punto de partida la crítica del libro El oficio de decidir, dudas y certezas de un juez en activo (Debate, mayo 2025).

Sin embargo, para comprender la profundidad de esta crisis no basta con el idealismo neoplatónico de un juez en activo. Un diagnóstico cabal exige nuevos marcos conceptuales de los que aún carecemos, dado que las viejas categorías del siglo XX —esa dicotomía estéril entre el pseudoprogresismo de clases medias y el liberalismo paleoconservador de las élites— resultan hoy por completo inoperantes para dar cuenta de nuestra realidad en el siglo XXI.

Así pues, la apertura de un debate público y transparente sobre la deriva distópica de nuestra institución judicial se revela como una exigencia inaplazable. La gradual implantación de prácticas de corte autoritario en el ámbito judicial resulta particularmente problemática, pues pone en cuestión la legitimidad misma del Estado de Derecho. 

En efecto, allí donde el poder judicial deja de actuar como garante imparcial de los principios normativos y pasa a constituirse en agente de poder, se produce una doble distorsión: por un lado, se resquebraja la arquitectura institucional que sostiene la confianza ciudadana; por otro, la justicia contribuye a la expansión del clima de polarización social, cerrando el espacio de deliberación democrática que le da sentido. Este círculo vicioso lo transmuta todo en un ejercicio de autoritarismo mesiánico donde el consenso se vuelve imposible y no queda espacio ciudadano para nada que no sea el puro acatamiento.

Pero, lejos de ser una mera elucubración teórica, este clima de autoritarismos mesiánicos, y de soberbios expertos, cala en el día a día, impregnando las interacciones más insospechadas. Mi propia experiencia así lo atestigua a título de ejemplo: una mañana aparentemente normal en la que una simple conversación acabó siendo el microcosmos perfecto de nuestro Zeitgeist, la cristalización palpable del espíritu de nuestro tiempo. 

El café de buena mañana

Eran las 10 de la mañana y un juez amigo me invitó a un café de buena mañana. Yo llegué antes y la terraza estaba abarrotada; era el dos de septiembre y la ciudad estaba en plena cacería de la buena tostada de la mañana. Mi juez amigo hacía escala en sus vacaciones y como se divertía escribiendo –palabras literales suyas–, quería saber por qué yo era tan desgraciado. Su método de pesquisa era de una sencillez implacable: a cada pregunta suya, una respuesta mía.

Su tono de voz simulaba una curiosidad campechana. Sincera, si no fuese porque apenas conservaba lo que su atención aparentaba captar. Y no es que no escuchase, pues aspaventaba en sintonía con lo que yo le contaba, sino, más bien, porque me inquiría en embudo que siempre decantaba hacia el mismo lamento; cómo un tío como tú puede ser un desgraciado perpetuo. 

El lo sabía de sobra. Al fin y al cabo, tres de sus patizambos amigos me habían ajusticiado una importante indemnización por daños causados fijada en primera instancia contra un Banco. El Banco seguía culpable pero la indemnización fue fulminada ad hoc en segunda instancia. Yo defendía mi criterio de injusticia; él, su certeza de ley y orden. El hecho tenía ya más de un decenio de moho, y él estuvo al tanto desde el principio. 

No obstante, la razón de aquel café de buena mañana era la crítica de mi artículo, publicado por Rebelión, sobre La justicia del camaleón. Frente a mí, él oficiaba la liturgia del Ave Fénix; frente a él, yo desgranaba la deriva inquisitoria de nuestro Poder Judicial. Y así, mientras él se pavoneaba, desplegando como un pavo real la imparcialidad de oropel de sus argumentos, yo apenas tenía espacio –ni físico ni espiritual–, que para retorcerme en la parcialidad genética de los míos. La conversación era amistosa pero la dialéctica traslucía una metodología en cinco actos y un epílogo.

Primer acto: Las motas de polvo en las puertas de los juzgados y los Übermenschen hispanicus

La cosa es bien simple: cuando mi amigo habla, no es él quien habla; es todo el Poder Judicial, y cuando yo hablo, no soy yo el que habla; no habla nadie. No es más que mi opinión –particular–, y en su universo la opinión de uno como yo, no vale nada. Ni siquiera con tres licencias universitarias acreditativas. Vale menos que una mota de polvo en la puerta de un juzgado. Y es que mi amigo juez es juez 24/7, vacaciones inclusive. Ley que induce a que yo sea gañan iletrado 24/7.

En cualquier caso, lo que no me deja duda alguna es que los niños bien de Úbeda y Begijar deben ser así, porque algunos tienen la autoestima tan alta que roza el cielo. Mi autoestima, por el contrario, apenas compite con mi sombra. Y quizás por ello, cuando aprueban algo se transmutan –por convicción–, en lo que Nietzsche denominó como “Übermenschen”, –pero malinterpretándolo en un arrebato rutinario de luz profética. Se trataría de unos Übermenschen hispanicus: una suerte de humanos superiores que, en nómina del Leviatán, pasan a ser minidioses clonados. 

Segundo acto:  El humano gañán y la Lewinsky

Así, pues, tomar café con mi Übermensch-Freund de Begíjar, que además venía desde Madrid, implicaba asumir por defecto la posición subalterna del humano gañán. Los camareros –un inmigrante presuntamente primitivo y una becaria bisoña– colocaron el café y el donut en la mesa, ignorando, por estrés laboral, los vasos de agua que mi anfitrión reclamaba con insistencia. Y como quiera que el agua no llegaba, su autoridad se iba caldeando cerrando el embudo con la misma conclusión de partida: la responsabilidad de mi desgracia era sólo y exclusivamente mía.

Mi amigo es una autoridad tan experta en corrupción política que, en 2018, ya había escrito una novela sobre la corrupción en un gobierno español indeterminado, con un ministro indeterminado y una periodista igualmente indeterminada. Me pedía que –valiéndome, supongo, que del principio de indeterminación de Heisenberg– averiguara qué personajes reales se escondían tras esa ficción deliberadamente difusa. No era una denuncia, era una novela señaladora, que entrelazaba el sexo de labios carnosos, nalgas curvilíneas y senos rebosantes, con una corrupción de ceros encadenados en cuentas opacas y una periodista sumisa a su amo y dueño de la plumilla, pero adúltera. Fue en esos labios carnosos donde mein literarische Übermensch-Freund colocó lo que para mi es la frase estelar de la novela: «Es la bendita libertad Lewinsky de prensa, estúpidos,…» Cuando leí la frase comprendí por fin su –¿quizás, particular?–, concepto del poder.

Un día después del café –el tres de septiembre–, mi amigo desestimó el artículo donde exponía mi análisis crítico sobre la justicia española tachándolo de generalista. Acto seguido, estableció su ortodoxa doctrina: «El juez, según un criterio de humana contrastada certeza, fija unos hechos como indubitados, aplica la norma y obtiene un veredicto.» Una mecánica que, en sus palabras, constituye «la visión constitucional del oficio».

Tercer acto: La justicia del Santo Error y la abuela de Caperucita

Esta visión subsume cualquier anomalía bajo el cómodo y oscuro concepto del «error humano» salpimentado con la cultura corporativa del error sin consecuencias: «A partir de ahí, el error puede estar presente en la valoración de las pruebas o en la aplicación de la ley, y se corrige a través de los recursos.» Tesis que asimismo defiende el libro El oficio de Decidir.

Pero surgen entonces preguntas incómodas: ¿Qué ocurre cuando esos errores no se corrigen? ¿Cuando un tribunal no logra –o no quiere–, ver lo que otro juez omitió? ¿Cuando el error no es un desliz aislado, sino el síntoma de una falla sistémica, de un prejuicio enquistado o de una interpretación subrepticiamente torticera? La respuesta es que entonces el error deja de ser humano para convertirse en judicial. Y no todos los supuestos errores son inocentes o nomofilácticos; algunos son simplemente injusticia. Es entonces cuando el sistema procesal –pésima copia del fordismo– se convierte en una maquinaria de triturar personas. «Errare humanum est, permanere impune divinum est» («equivocarse es humano, pero permanecer impune es diabólico»).

Esta narrativa del «error humano» siempre me evoca, por alguna razón lúcida y extraña, una Caperucita distópica. Aquí, el leñador nomofiláctico no viene a salvar a nadie. Su misión no es la de rescatar, sino la de atribuir. Y, en un acto macabro, realiza una autopsia ritual. Abre el vientre del lobo —la sentencia enferma de error— y, en lugar de salvar a la abuela (la verdad), la deja dentro y llena la cavidad de guijarros nomofilácticos. 

La abuela —la causa raíz, la verdad— es abandonada dentro de la bestia y luego sepultada bajo la fría lápida de la "razón instrumental" que engulle en su vientre tanto a la verdad como a la inocencia. El resultado es la antítesis del cuento: todos los personajes —lobo, abuela, caperucita—, se hundirán juntos en la arena movediza de una metodología basculante. No es un rescate; es un sacrificio colectivo bajo un ritual de ajusticiamiento que culmina sepultado en el olvido del estratosférico cementerio jurisprudencial.

Cuarto acto: El trumpismo ego-referencial del “nasty” or “good to me”

Días después del café le confesé que su novela me resultaba tan indigerible como el gato de Schrödinger. Yo solo veía en ella una suerte de vendetta literaria de tiempos pretéritos donde él frecuentaba Madrid y visitaba el Congreso. De hecho, fue en aquella época, siendo yo periodista en activo, como fundamentamos nuestro conocimiento mutuo y esa relativa amistad.

Pero cuando leyó mi siguiente artículo sobre el camino hacia una nueva inquisición fue como invocar al demonio en casa del obispo de la humana contrastada certeza. Y mein Übermensch-Freund pasa a la acción: «Tu escrito es mezcla mal amasada de ideas varias y variopintas que tratan ante todo y sobre todo zurrarle a todo bicho viviente que lleve toga judicial», «… ese veneno mal destilado…», «… todo lo demás que escribes desde la confusión […] y desde la crítica más exacerbada son eso, cosas tuyas propias de un exdoctorando ya jubilado»… 

Es una forma ego-referencial de ver el mundo; quienes critican son “nasty” or “bad to me” (horribles, y malos; hojarasca), y aquellos que apoyan y elogian son los “great people” or “good to me” (terminología acuñada por Trump). La conclusión es bien clara; el debate “humano” es imposible. ¡Qué se le va a hacer; es el Derecho Amigo! … y a pie de calle.

Quinto acto: La racionalidad taurina del heuriskein

En nuestro Estado de Derecho puedes reclamar como consumidor, pero si lo haces como justiciable debes tentarte la ropa. Mi amigo –también experto taurino– no aporta argumentos; clava banderillas al justiciable bravo. Y si te resistes, no duda en entrar a matar, sin molestarse en convencer: «Qué juego de soberbia dio aquel fracasado doctorado dedicado a la hermenéutica humana!!! Fin de la cita.» Y, sin embargo, obligado es reconocerlo: la puya de mi Übermensch-Freund es tan fina en su amistad como afilada en su rigor. Es un estoque, no una maza, lo que es de agradecer.

Pero su arte taurino no se limita a los instrumentos punzantes, también es un consumado retórico con el capote y la muleta. Y si tu dices una cosa, él interpreta lo que le “apetece” para luego devolverte algo similar pero diferente; distorsionado. Se llama “interpretación.” Si aceptas su juego, la guillotina te caerá en breve. Si lo criticas, tu individualidad ignorante chocará contra su sapiencia universal, para luego caer ridiculizado o castigado con el desprecio de su silencio. ¡Fin de la historia! Es el modus operandi de la autoridad como poder sustentado en la sumisión. La razón de la fuerza. 

Este procedimiento no es una particular expresión de soberbia, sino una técnica heurística frecuentemente enmascarada bajo el ropaje de la racionalidad instrumental. Proviene del griego heuriskein (hallar, inventar) y consiste en un método rápido de resolución aparente de problemas que no siempre garantiza una solución justa, ya que se basa en criterios no rigurosos como la intuición, la experiencia privada, la sospecha o la denominada "sana crítica". Este modus operandi, cuyo máximo exponente público es el juez Peinado, es una práctica recurrente en procesos judiciales donde un vago "criterio humano de certeza" suplanta todo rigor epistémico.

Epílogo

Al final, la deriva distópica de nuestra institución judicial nos retrotrae al famoso refrán popular recogido por Francisco de Quevedo: “Pleitos tengas y los ganes.” La desconfianza ciudadana cabalga sobre la imprevisibilidad. Evidentemente, no se puede generalizar al conjunto de la judicatura, pero los casos que confirman esta regla son cada vez más visibles y determinantes. Para el justiciable ya no se trata tanto de buscar la verdad o la justicia, sino de sobrevivir a un ritual sombrío cuyas reglas las define en última instancia quien ostenta el poder judicial. Un poder que no rinde cuentas ni de sus errores ni de sus heurísticas o sesgos; un poder que simplemente impone su obstinación, revestida de la inquebrantable autoridad de la toga. 

2509191933 PACO MUÑOZ


martes, 2 de septiembre de 2025

El Oficio de Decidir y el tanteo hacia una nueva inquisición

Con la habitual pomposidad medieval en septiembre se abre el nuevo año judicial. La prensa advierte, con cierta benevolencia, que esta vez lo hace en “un contexto de fuerte politización y presión institucional”. Prueba de ello es que hasta el propio Fiscal General del Estado enfrenta una gravísima acusación de la honorable pareja de la ilustrísima presidenta de la Comunidad de Madrid. Procesamiento que parece dar la razón a quienes piensan que, en nuestro país, la justicia no hace política… Pero si estuviere politizada tampoco se notaría mucho, porque nadie lo reconocería salvo –y se escandaliza la prensa–, el presidente de la nación. En cualquier caso, este no es el mayor de los problemas del llamado Poder Judicial.

Algunos insisten en verla como "garante de la democracia," pero la justicia española ha demostrado una genialidad de corte posmoderno; la de deconstruir, meticulosamente, cualquier noción previsible de diligencia y eficiencia institucional. Su mecánica es impecable: lentitud exasperante, falta crónica de medios, politización, procedimientos bizantinos y laberínticos, ausencia de controles externos, e imprevisibilidad, entre otros. 

Se trata de un coctel que genera consecuencias nefastas: disparidad de criterios judiciales, inseguridad jurídica, lenguaje críptico y autoritario, impunidad para los poderosos, desprotección y revictimización de los más vulnerables, etc. Y además, ideas sumamente laxas sobre equidad, moral y ética, que en no pocos casos, se observan en sentencias tan sorprendentes que desafían no solo la lógica, sino también el sentido común. ¡Es lo que hay!

La simple sospecha de que nuestra justicia se haya convertido en una caricatura institucional del tren de la bruja de una feria de pueblo, es una imagen que más del 70% de la ciudadanía española retiene en su retina: un artilugio viejo y destartalado que marcha a sacudidas, pilotado por una casta de Darth Vader. 

Casta que se siente ungida por una cantata decimonónica –las denominadas “oposiciones”–, por la que algunos creen meritar una extraña mezcla de ínfulas papales y galones de almirantes imperiales. Es esta arrogancia con la que muchos terminan abrazando la «razón impositiva», trastabillando el sagrado ministerio de juzgar por el viejo oficio de someter. Aquí el poder NO emana del pueblo.

El veneno schmittiano

Para algunos juzgar a tiempo completo parece ser un poderoso alucinógeno de dioses. Elevados sobre su monte olímpico, hacen de su ignorancia doctrina, entreverando fondo y forma a fin de amasar una «racionalidad instrumental»: aquella que justifica los medios con el fin de salvaguardar las posiciones de poder radicalmente asimétricas: el status quo.

Es el veneno doctrinal con el que el jurista nazi Carl Schmitt –el del “derecho amigo”–, bautizó la democracia como «la identidad de dominadores y dominados, de gobernantes y gobernados». (C Schmitt Teoría de la constitución, p. 230) «La identidad de la desigualdad»; el oxímoron schmittiano con el que la capacidad de poder produce el derecho. Doctrina que hoy constituye el nuevo evangelio de Trump, Milei, Netanyahu o Putin: la que proclama que el derecho nace del poder bruto.

La última prueba de esta deriva autoritaria en España es la querella contra el emérito formulada por un nutrido grupo de juristas, periodistas e intelectuales, encabezada por Martín Pallín, magistrado emérito del TS, y cuyos argumentos han sido lapidados por el magistrado Manuel Marchena, no con mejores argumentos, sino por el privilegio que le otorga su estatus de poder institucional. 

Así, confundiendo la toga con la capa de un lord Sith, Miguel Pasquau, un alto juez del TSJA bendice esta realidad asimétrica en su reciente libro “El oficio de decidir” con una frase que lo sintetiza todo: “… esa decisión [del juez] es la que vale, porque lo ha decidido quién está ahí para hacerlo.” Con esta clarividencia de catedrático y juez, Pasquau –de los considerados progresistas–, proclama así, no sin cierto cinismo, el triunfo de la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón. 

Cuando la Ley es lo que dice el juez que es

En la misma línea, el magistrado del TC Sáez Valcárcel, abre la puerta al realismo jurídico norteamericano que postula que el derecho es lo que los jueces hacen en los tribunales. Así durante la presentación del libro de Pasquau en el Instituto Cervantes, Valcárcel en una actitud aparentemente crítica con el sistema, reconoció que: «El derecho no solamente es la norma, sino que es todo lo que se incorpora hasta el resultado, que en este caso debería ser una sentencia». (minuto 30 y ss.) 

Esta visión, de raíz pragmática, coincide en sus efectos prácticos con ciertas derivas del decisionismo puro, donde la Ley es, a fin de cuentas, lo que dice el juez que es. Algo de este pragmatismo jurídico «de facto» es el que parece animar la práctica jurídica de jueces tales como Marchena o Peinado, entre otros, cuya búsqueda de un «fallo útil» parece priorizar la efectividad aparente sobre la seguridad jurídica.

Sin embargo, cuando el sistema de garantías judiciales descansa en la misma judicatura –una suerte de corporativismo líquido–, se corre un alto riesgo de socavar los cimientos del Estado de Derecho. Y este se aventura a devenir una mera fachada, donde el imperio de la ley es suplantado por el imperio de los jueces. 

Esta impunidad estructural explica que, a pesar de la multitud de errores judiciales que autores como el propio Pasquau reconocen, la prevaricación judicial se diluya en una masa informe que confunde lo banal con lo trascendental. El resultado es la transformación de la prevaricación en una suerte de "rara avis" inasible. ¡Cuestión de óptica!... Sin duda. 

Y frente a esta realidad –sin duda trilera–, cabe formularse tres interrogantes preocupantes: ¿Representa esto el mejor sistema judicial posible? ¿Qué distingue fundamentalmente esta práctica de una gestión que podría ser considerada ilegítima, engañosa o abusiva por parte de la institución? ¿Es este el modelo que la ciudadanía –los contribuyentes–, desea sostener con sus impuestos?

El “Poder Oscuro” y la subjetividad trascendental

Queda patente la profunda deriva autoritaria de nuestro sistema judicial hasta el punto de que el ámbito universitario, en su conjunto, rehúye su deconstrucción crítica y estructural. Si bien existen valiosas críticas puntuales a resoluciones concretas —como las de juristas de la talla de Martín Pallín, Pérez Royo o Joaquín Urías—, se constata una alarmante ausencia de análisis de fondo. 

La carencia de tesis doctorales, monografías y estudios integrales que examinen tanto la distopía de un poder judicial anquilosado en su arrogancia decimonónica, como el leviatán de una maquinaria legislativa añeja, sesgada y de relativa eficiencia, es en sí misma el síntoma más elocuente del problema. 

Esta omisión no es casual: es el reflejo de una estructura de poder que se ha blindado incluso contra el escrutinio intelectual. Una parálisis intelectual que se convierte, así, en el epicentro mismo de la crisis institucional. En ella reside la quintaesencia de ese "Poder Oscuro": un agujero negro que rechaza, neutraliza y desprecia, toda crítica.

La justicia del relato

La racionalidad instrumental no exige certeza en la decisión judicial; le basta con el barniz de la verosimilitud. Es esta lógica la que parece adoptar el juez del TSJA cuando afirma que el valor del juicio reside en «el momento definitivo en la lucha por el relato», añadiendo más adelante que «los hechos son los que son, pero pueden mirarse de manera diferente» (CTXT 13/02/2019). 

Con este planteamiento, Pasquau se hunde en una suerte de romanticismo jurídico que recuerda la mirada subjetivista de Fichte. Así, lejos de definir el juicio como una búsqueda de la verdad, lo reduce a un mero concurso de narrativas verosímiles. De este modo, eleva la función judicial a la categoría de una subjetividad trascendental, convirtiendo la perspectiva del juez en la condición última y fundacional de todo el sistema, lo que vacía de contenido objetivo el acto de juzgar.

Pasquau abre así la puerta del precipicio institucional, la del monstruo leviático de Hobbes. De esta manera, la institución que debería consagrarse a la verdad objetiva se ha revelado como la madriguera de su némesis: el escepticismo radical. En su lugar, se impone la indiferencia con la practica de una “justicia del relato”, donde lo cierto se subordina a la narrativa que se impone.

La falsa antinomia del "juez o caos"

En ese contexto, la pretendida disyuntiva de "juez o caos" es falsa y, lejos de fundamentar el Estado Democrático de Derecho, lo destruye. El orden social democrático exige como pilar fundamental la certeza material, no le basta con la verosimilitud, La verosimilitud, cuando se erige como principio de decisión, se convierte en un instrumento de injusticia. En un instrumento del caos.

Si bien es innegable que el modelo del Estado Liberal genera fuertes tensiones entre desiguales, la resolución de éstas a través de decisiones fundadas exclusivamente en la verosimilitud –o conveniencia de parte, que es lo mismo–, no restaura el orden, sino que profundiza la incertidumbre y la deslegitimación institucional. Multiplica el caos socavando la confianza ciudadana.

Es por ello que la función esencial de la jurisdicción no puede limitarse a administrar procedimientos formales, ni a reproducir la apariencia de legalidad. Su razón de ser radica en la búsqueda, y exigencia, de la verdad material, pues sin ella el Derecho queda reducido a una técnica sesgada y el Estado Democrático de Derecho se convierte en un artificio carente de sustancia, y con incentivo de productividad.

Allí donde la justicia renuncia a esa tarea, se instala la impostura: lo verosímil sustituye a lo verdadero, la forma suplanta al fondo, y el ritual jurídico se degrada en rutina burocrática. 

Una democracia que tolera este desplazamiento traiciona su propia vocación de servir a la ciudadanía y de sostener una cierta armonía en la sociedad del bienestar. No resuelve el caos; lo multiplica. En definitiva, sin un compromiso honesto con la determinación cierta de la verdad, ni la justicia ni el Estado merecen su nombre. Todo lo demás es un simulacro, una ficción narrativa, un escenario para el aplauso. Puro teatro.

El problema de la teatrocracia judicial

Pero uno de los problemas de esta teatrocracia judicial reside en que el “error” se amalgama, cada vez con mayor frecuencia, con la mera desidia y el cansancio –o agotamiento–, rutinario. Esta combinación enmascara una forma de prevaricación protegida que se expande sin control. Pasquau la evalúa en un 15%, pero esta alarmante tendencia no parece importar a nadie. 

El motivo es perverso: toda sentencia, por definición, satisface a una de las partes. La afortunada bendice al sistema, mientras que la perdedora queda instantáneamente desacreditada; sus argumentos son reducidos al crujir de la hojarasca. Y así, con este macabro mecanismo de validación automática, el sistema se autoabsuelve. ¡Fin de la historia!... ¡Que pasen los siguientes!...

Tras las bambalinas de este teatro judicial, el batallón de operadores jurídicos no alza la voz. Su papel se limita a plegarse al paradigma omnipotente del poder establecido, normalizando así la disfuncionalidad de todo el sistema. Son los acólitos de un moderno Coliseo, los sumos monaguillos de un lado oscuro que no discute, sino que acata y factura las decisiones de un poder absoluto. Todo ello, por supuesto, haciendo caja: la auténtica condición sine qua non de este negocio.

Camino hacia una nueva inquisición

Y he aquí la clave: no es una cuestión de medios, sino de rumbo. De nada sirve la nave más lujosa si se navega sin brújula. Nuestro “Poder Oscuro” ni siquiera simula tenerla; le basta con subirnos a su viejo y destartalado tren de feria que, a fin de cuentas, solo da vueltas sobre sí mismo. En este artilugio, los vínculos entre la palabra y la experiencia histórica no buscan la verdad, sino atar –“…y bien atado.”–, cualquier amago de racionalidad ilustrada al único objetivo que persiguen: la obediencia sumisa. ¡Quien se mueva, recibe el escobazo!

Actúan con la misma lógica que condenó a Galileo: él sabía hacia dónde miraba y qué quería encontrar. Sus jueces, en cambio, ni siquiera sabían lo que ignoraban; les bastaba con la «razón impositiva». Condenaron al hombre que perseguía el conocimiento —la realidad real: la verdadera— con el único fin de consagrar la ficción de quienes presumen saberlo todo; el relato pontificio. 

He ahí el frío abismo de nuestro “Poder Oscuro”: no yace en una maldad activa, sino en la cómoda y letal arrogancia dogmática de administrar, en exclusiva, la posesión de la verosimilitud absoluta. Una verdad que no exploran, sino que simplemente se apropian de ella como dioses secularizados. Y he aquí el núcleo de la distopía: ¿cómo le dices a un Dios que se equivoca; que no tiene razón? O ¿cuándo un Pontífice divino estaría dispuesto a reconocer que yerra?

¿Existe la izquierda?

Pese a todo el incremento de la desigualdad crónica de España, y pese a todo lo que estamos viendo –y llevamos visto–, en nuestros «palacios de justicia»; no hay facultad, cátedra, ni doctorando universitario que siquiera se plantee el tema del derrumbe institucional de la justicia en España. Nadie identifica anomalías, ni define el rumbo del sistema. Nadie sabe cual es la calidad real de las sentencias. Nadie las estudia en España. Todos bailan la misma música. Nadie aprende de la historia.

En 1840 Tocqueville dijo esto: “cuando el pasado ya no ilumina al futuro, el espíritu camina en la oscuridad” (De la démocratie en Amerique, LR II, pág. 382). Más tarde en 2020 Katarina Pistor afirmaba: «La historia de la esclavitud ilustra el poder (¡no la moralidad!) del código legal para crear y destruir no solo capital, sino también la dignidad humana.» (Katarina Pistor, 2020, p.13).

Es decir: nadie toma perspectiva; no se mira la playa, sino los granos de arena. No se enmarca el contexto, sólo se aporta texto inútil. Los vicios son particulares (la manzana podrida), y las no-virtudes (equivocaciones, errores) se adosan al Estado por falta de medios. Toda crítica oficial se centra en carencias o en errores de detalle, siempre fácil de encontrar. Es decir: se describe la playa por sus granos de arena. Pero ¿qué es una playa?... ¿Qué es la justicia? … ¿Una verdad dialéctica... o un espejismo en el desierto?... 

Todo el sistema constituye el ejército del “Poder Oscuro.” Un ejército de doctos parásitos del “pueblo,” que hacen de la palabra y del poder de influencia –el relato–, toda una industria. Una industria más potente que la financiera. La industria del pensamiento único de Darth Vader: la industria de la razón impositiva. El destructor cósmico que navega entre la sospecha y la seducción enviando a los críticos, a los criminales, a los disidentes, a los inmigrantes, a los no-correctos, a los infortunados, a los no–amigos, etc., a un vasto anfiteatro, o coliseo romano donde se celebra una inacabable cacería. ¡Es la jurisprudencia, amigos!

¿Existe la izquierda?

2509021650 PACO MUÑOZ